domingo, 1 de julio de 2012

Justicia, igualdad y administración educativa Francisco Beltrán Llavador


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Justicia, igualdad y administración educativaFrancisco Beltrán Llavador

R
esumo
A educação, quando se institucionaliza, adota circuitos de reprodução diferencial cujos critérios coincidem com aqueles que presidem outras dimensões de regulação social, entre elas as administrativas, o que faz com que, contra o declarado como sua finalidade própria, a educação produza desigualdades. Estas estarão delineadas, na maioria das vezes, nos limites da exclusão definidos sobre a identidade e a alteridade. No entanto, em oposição às relações de autoridade, o reconhecimento da autonomia dos sujeitos, quando sustentado na pluralidade e na diferença, pode resultar na garantia da justiça redistributiva. A cidadania que emerge de uma política democrática pode ampliar-se até uma paideia que, como espaço relacional, permite redefinir os limites de pertencimento sem restringir o acesso igualitário ao direito. Pode também superar a abstração jurídica que representa, aplicando critérios escolares de redistribuição que evidenciem a materialidade de suas relações e as façam suscetíveis de trabalho analítico, como disciplina de formação que situaria em uma ordem social, e não individual, os benefícios da educação.
Palavras-chave: educação; justiça; igualdade; administração; política.
El problema de organizar institucionalmente la educación lo es, también, de su distribución justa. La justicia de la distribución queda garantizada, o protegida al menos, por normas que, al establecer límites declarando lícito sólo lo inscrito en ellas, se vuelven autorreferentes. En consecuencia, aun cuando la institución dé respuestas insatisfactorias, situarse fuera de su marco es una transgresión legalmente sancionable. ¿Puede existir una norma que incite a su continua trasgresión, cuyo dictum ceda el protagonismo
1 Doctor en Ciencias de la Educación - Catedrático de Didáctica y Organización Escolar de la Universitat de València (España) - Dirección electrónica: francisco.beltran@uv.es
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de su redefinición a la sospecha? Es lo que parece demandarse a la educación institucionalizada, al encargársele que todo individuo alcance ‘auto-nomía’, capacidad para hacer ‘sus’ normas, aunque esto pueda también significar, en la versión más extendida, hacer propia la norma externa. El formato ‘moderno’ de las instituciones educativas ha estado orientado precisamente a esa misión adaptativa, integradora o conformadora; de ahí el fracaso de proponer legitimarla en la autoridad divina, la tradición, la razón o la ciencia. Sin embargo, la renuncia al fundacionalismo prescinde de cualquier autoridad que no proceda de una atribución acordada, siempre sometida a ‘falsación’. La exigencia de rehacer acuerdos de atribución crea, en apariencia, más problemas de los que soluciona si, además, aquéllos han de generarse entre quienes toman como punto de partida sus diferencias porque, si rechazan la existencia de algo común que les subyazca o se sitúe sobre ellos, ¿cuáles podrían ser los procedimientos para construir algo común? Esta pregunta implica un cambio importante en los modos de encarar una tarea educativa que no parta de posiciones de principio, sino de la construcción colectiva de procedimientos encaminados a construir mundos posibles; el problema que plantea no es de verdad sino de un sentido que, en educación, radica en una doble necesidad: la de cualquier conjunto humano de socializar a sus nuevos miembros en los acuerdos que rigen su organización y la de darles posibilidad de transformar esos acuerdos para rehacer sus relaciones en modos progresivamente más fluidos, justos y satisfactorios para todos. La educación se deriva de la necesidad de aprender la trama de relaciones, más o menos complejas, con que los seres humanos se vinculan entre sí y con la naturaleza a fin de que su vida sea una vida buena.
El tiempo ha distorsionado el lugar de los educadores como mediadores entre esos acuerdos (costumbres, hábitos) y los nuevos miembros de la sociedad al interponer otros supuestos que se han pretendido fundacionales. Cuando la modernidad situó como fuente de legitimidad la validación racional del conocimiento, concedió a ciertos colectivos erigirse en representantes legítimos para ello al atribuirles auctoritas con el respaldo administrativo delegado por potestas gubernativa. Una vez en la esfera de la administración, toda cautela es poca para que los procedimientos no lleven a restaurar la heteronomía a la que se había renunciado: descubierta la inexistencia de fundamento universal para legitimar el poder, la tarea educativa no
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puede restablecerlo ni a través de ‘normas legales de actuación’.
El tan extendido como simplificador triángulo didáctico tradicional, cuyos vértices forman educador, alumnos y materias -disciplinas o conocimientos-, se ha ido desequilibrando sucesivamente desde estos últimos hacia sus poseedores y desde ellos hacia los alumnos o sus progenitores. En cualquiera de los casos, se cumple la tautología de unos formatos sociales de la educación justificados en argumentos que se elaboran por, e implantan en, las propias instituciones educativas. La apelación psicológica a la naturaleza del desarrollo infantil o a los procesos cognitivos es sólo la última edición de los viejos argumentos de autoridad. Pero el bastión del poder legal, donde se refugiaban los defensores de la desigualdad de la inteligencia o el talento, de la distribución diferencial en otras esferas de la justicia, difícilmente puede soportar por sí solo los embates a los últimos desarrollos críticos de la modernidad (para algunos, ‘tardía’ o ‘post’); de ahí sus alianzas con formas políticas o económicas, que requieren ser abordadas también aunque no sea esta la oportunidad para hacerlo.
Asumidas las asimetrías entre educadores, educandos, conocimiento redefinido como resultante de tensiones disciplinarias y autoridad basada en normas de universalidad discutida, ¿existen vías para evitar que la distribución de las diferencias se transforme en desigualdades? Repasemos algunas posibilidades: a) que la distribución se refiera al acceso a las oportunidades educativas y no al conocimiento; b) no atribuir a las instituciones educativas la única responsabilidad en una distribución cuyas desigualdades tienen que ver con la acumulación de capital cultural (Bourdieu, 1997) y, obviamente, económico; c) que la socialización en instituciones educativas provea, en condiciones de igualdad, experiencias no discriminatorias de identidad y diferencia. Si la posesión de determinados conocimientos conduce a la distribución desigual o injusta en otras esferas, las instituciones escolares buscarán formas de posibilitar y canalizar experiencias educativas a través de conocimientos no disciplinares.
Las vías de evitación resumen todo cuanto aumente la variedad de oportunidades para el progresivo ejercicio de la autonomía, contra lo que hoy permite la extensión del periodo de control burocrático o administrativo, heterónomo, que la obtura al dictar normas ignorantes de la alteridad; el reconocimiento del otro fortalece mi
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identidad porque ¿cómo, si no, puedo reconocer la ajenidad? Donde los contrarios se encuentran, alteridad es identidad o viceversa; quizá por eso sean términos que nunca satisfacen plenamente. La identidad sólo tiene sentido dentro de un sistema de pensamiento basado en la lógica aristotélica. Dicho de manera más irritante: identidad o alteridad están emparentadas con exclusión; son cierres categoriales que ponen límites a los de fuera sin afectar la participación de los internos que, por ello, podrán también ser ignorados (ostracismo) o arrojados (desterrados). Desde el punto de vista del adentro, el afuera no existirá hasta que se reconozcan e identifiquen los límites y la previsible arbitrariedad del criterio de delimitación. ¿Qué ilusión de ‘mismidad’ implica negar al otro, cuando se sabe que la pretendida seguridad de permanecer en el interior de límites es salvaguarda provisional y no protege de amenazas desconocidas e incognoscibles? La atribución de culpabilidad al otro nace de un sentimiento de amenaza a la pertenencia gregaria del ‘sujeto’, cuya identidad condiciona. La culpa del otro no está en su alteridad, que excluye reconocer la fragilidad de los límites (exclusión, alteridad y pertenencia están asociados: al ser de tal lugar, el país le pertenece; al ser de tal religión, su dios le pertenece; al ser de tal color, la belleza le pertenece. Lo que, a la inversa, puede leerse como ‘la persona pertenece a tal país, religión o criterio estético’: elegida por ellos, si deja de ofrecérseles perderá tierra, promesas de redención, convertirse en objeto de deseo; perderá, paradójicamente, lo que de todos modos no tiene -a menos que lo posea por la fuerza, incluso de ley, conquista o herencia). El sentimiento de alteridad proviene de sentirse mirado; no ignorado. En esa mirada, el otro se reconoce tan semejante a uno que podría ser él mismo (no-otro) o tan diferente que la falta de costumbre le causa asombro; pero la extrañeza todavía no amenaza una identidad que tiene algo de teocrática: “Soy el que soy”. Se estigmatiza al otro proyectando en él todo lo que uno mismo necesita negar para seguir manteniendo la ilusión de inmutabilidad propia de los incluidos; el extrañamiento de alejar de sí al extranjero remitiéndolo fuera de unos límites aberrantes de exclusión erigidos con barreras sociales, culturales, económicas y materiales que, al poner de manifiesto el mecanismo de su construcción, se demuestran efecto de luchas sociales; no su causa.
Los límites quedan, pues, definidos por aplicación de un criterio primero, de un juicio previo que sanciona la exclusión. Pre-juicios que
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cristalizan formas de lo pensable, decible y factible delicadamente construidas y amparadas por la trama de las instituciones. Es imposible pensar, decir o hacer de otro modo porque existe una barrera legal protectora, establecida por mecanismos normativos (prescriptivos) -de ‘normalización’ (estadística). En ellos se funda la Administración. La socialización en los dispositivos de la exclusión se vincula a la difusión y asimilación inconsciente del prejuicio, a su naturalización; pero cuando la socialización tiende, paradójicamente, a la autonomía, como se pide a la educación, ésta, en contra de lo que sostiene Hannah Arendt -1996- (Beltrán, 2005), puede jugar también el papel opuesto, porque en ese caso, el contenido y las formas de la socialización, se vuelven públicas y quedan expuestas a las miradas y críticas de todos. De ahí que alteridad, exclusión, prejuicio, sean formas de relación y no actitudes morales individuales; son prácticas sociales reproducidas por mecanismos de socialización cuya racionalidad de medios se introduce e instala en la esfera de lo privado o lo íntimo. Aunque organizar la convivencia exigiera mínimos nunca podrían ser de integración forzosa, sino de aceptación desde la autonomía. El mercado, por ejemplo, constituye un marco unitario que presupone la posibilidad, definida desde el derecho como igualitaria, del ejercicio de la libre competencia; pero, al mismo tiempo, se construye y mantiene desde la desigualdad de facto relativa a la capacidad de acceso a los bienes. Las instituciones educativas son un ejemplo de otro orden, porque han de posibilitar la superación de las desigualdades de partida, aunque eso dé cuenta y se resuelva en diferencias; no en mayor desigualdad. Sin embargo, en un entorno que hace de las desigualdades virtud, suelen asimilarse ambas o, con el mismo efecto, las diferencias se ponen al servicio del mantenimiento o producción de desigualdades. El cruce de las dos esferas refuerza la legitimidad de cada una: cuando la institución educativa se burocratiza, las diferencias explican la desigualdad; cuando es el mercado quien socializa, las desigualdades recogidas por el derecho se justifican como derecho a la diferencia.
No procede concluir que el incremento de la pluralidad aumenta, inevitablemente, la conflictividad social; la diferenciación, al contrario que la desigualdad, no implica jerarquía aunque, con frecuencia, la desigualdad se justifique desde la diferencia, produciendo la interesada confusión entre diferencias culturales y desigualdades sociales. Aquí es donde la ciudadanía, entendida no
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como reconocimiento de derechos sino resultante de la creación y sostenimiento de condiciones de vida justas, iguala las particularidades disolviéndolas. Si el marco normativo fuerza o impide la integración de minorías, es porque los criterios administrativos de inclusión /exclusión se cruzan con otros, económicos o culturales, junto a los cuales van tejiendo legalidades; finalmente, el tratamiento jurídico de las minorías puede concluir en prácticas discriminatorias (hasta ‘positivas’) conducentes, en potencia, a la estigmatización. Aunque todavía se reclame la unicidad de un espacio público de concepción ilustrada, cada vez se aceptan mayor pluralidad de esferas donde adquiere sentido el ejercicio de la autonomía desde la diferencia. Las nuevas esferas públicas se intersectan, por lo que la clave de su coexistencia plural está en que el criterio diferencial no provoque desigualdades, por ejemplo entre asistencia pública y mercado; mercado y empleo; empleo y propiedad; propiedad y justicia; justicia y educación, etc. La ciudadanía se inscribe en la relación entre esas esferas, quedando librada la inserción o adhesión de los individuos a ellas a la autonomía que es tarea de la educación cultivar. Eso no extinguirá los conflictos -como gustaría a los ingenieros sociales- con cuya presencia constante habrá que contar; aunque en formas variadas y diferentes, porque la voluntad democrática no busca reducirlos sino encauzarlos. La política implica la necesidad de encontrar nuevas formas de construcción ciudadana y nuevos modos para su expresión que convoquen a los excluidos para articularse en proyectos comunes, respetuosos de sus particularismos; pero capaces de trascenderlos sin anularlos, integrándolos en un amplio marco común, cuya transformación evite erigirlo en límite infranqueable.
Ni el respeto a la diferencia ni el igualitarismo son valores absolutos. Lo particular condiciona la existencia de lo universal y viceversa. El derecho a la diferencia no extingue el derecho a la igualdad, ni éste el derecho a la justicia. La ciudadanía no es sólo derecho a poseer, sino también a rechazar; al igual que su concepción territorial está utilizándose por el capitalismo transnacional para burlar derechos laborales universales, otros conflictos actuales se definen por mantener a toda costa una homogeneidad administrativa, incapaz de albergar pluralidad por sumisión a una ley general que mantiene a las personas heterónomas en lugar de defender la autonomía de un sujeto colectivo, multitud instituyente y auto-organizada.
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La satisfacción del derecho a la educación suele asociarse, naturalizándola, a ciertas instituciones; sin embargo, no resulta evidente el modo en que éstas lo hacen efectivo, puesto que diferencias sociales, desigualdades económicas, diversidad étnica, sexual o religiosa se siguen plasmando en sus prácticas con una frecuencia mucho mayor de la deseable. No es sólo la escuela, sino otras formaciones organizativas a las que se atribuye la cualidad de jugar un papel educativo: familia, internamientos, sanidad institucionalizada, incluso el ejército. En lo que respecta al sistema educativo, el discurso explícito encubre otro ideológico que permite a diferentes agentes sociales estirarlo, forzarlo, retorcerlo para exigirle rendir beneficios particulares encubiertos al presentarlos como universales.
Las instituciones educativas son fieles al dar cuenta de la sociedad que las sostiene al mismo tiempo que contribuyen a conformarla. Por ello importa recuperar la reflexión relativa a principios que originalmente formaron parte del paisaje de fondo sobre el que destacó la entonces llamada ‘instrucción pública’ y las luchas por su universalización. Conviene rescatar hoy esos planteamientos porque la progresiva disolución de ‘eso’, que nos ha constituido, conduce a nuestra falta de reconocimiento como colectivo y a la ruptura de los vínculos sociales cuya construcción y consolidación se encargó a la escolarización universal. Hoy son más necesarias que en toda la Modernidad instituciones fuertes que enmarquen nuestras acciones en una orientación compartida hacia la creación y consolidación de espacios públicos, articulados entre sí, en los cuales emprender tareas desde la autonomía, en lugar de abandonarnos a la fuerza de un destino prefijado por cualquier otra autoridad moral o servidumbre administrativa. Las instituciones educativas son precisamente aquellas en las que el principio de igualdad ha tenido, y es de esperar que siga teniendo, una decisiva importancia para la conformación de las subjetividades.
La igualdad es una propiedad de las relaciones sociales que hace a los términos de la relación intercambiables entre sí sin repercutir en una distribución injusta de los beneficios o cargas implicadas. Como no es un principio abstracto y absoluto ni un derecho contingente y relativo ni tampoco se trata de una actitud moral individual puesto que remite a prácticas sociales, es posible aprender a relacionarse en términos igualitarios y exigir que las
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relaciones se inscriban en términos de igualdad. Pero, ¿todas las relaciones interpersonales pueden demandar para sí la condición de iguales? ¿De dónde deriva esta característica para definirla como una propiedad de las relaciones sociales? Dewey (2004) mostró en La opinión pública y sus problemas, que cuando las consecuencias de algunas relaciones sociales sólo afectan a sus agentes decimos de ellas que se inscriben en el terreno de lo privado; aquellas cuyas consecuencias afectan a terceros, conforman la dimensión pública. Las relaciones privadas pueden establecerse en términos no igualitarios sin que ello implique distribución injusta, puesto que “justa” no significa idéntica; en cambio, las relaciones situadas en el ámbito de lo público han de gozar, necesariamente, de la propiedad de igualdad porque, aunque los agentes llegaran a consentir las consecuencias desiguales de una relación sobre sí mismos, otros podrían resultar injustamente tratados. Antes de abordar el tema de la justicia, procede preguntarse ¿qué da relevancia a la igualdad en la institución educativa? En términos simples, la adquisición de conocimientos. Sin embargo, ésta no opera mecánicamente como en el caso de los objetos que pueden permanecer más o menos inmutables puesto que son códigos de relación con el mundo físico y social; de ahí que esa relación cambie según personas o ámbitos. Lenguas o artes, filosofía o ciencias, no son independientes de los sujetos, del formato en que estén contenidos o el uso que se les dé (se trata de un ‘momentum’ en cuya definición y ejemplificación más precisa me encuentro ahora trabajando). Tampoco su acumulación es semejante a una operación de almacenaje, en la medida que los nuevos transforman las cualidades de los previos y las posibilidades de construcción de sucesivos. Los conocimientos suponen, en definitiva, la consolidación de formas particulares de enfrentar, individual y colectivamente, la realidad; de ahí que influyan en los diferentes ámbitos de la vida, al tiempo que están condicionados por ellos. Por tanto, los conocimientos puestos en juego en cada situación abren diferentes posibilidades de relación con el mundo, natural y social, e incluso posibilitan el acceso a la posesión o disfrute de ciertos bienes; también a la inversa, según qué se posea o en qué posición social se halle alguien le será más difícil acceder a cierto tipo de conocimientos.
Todo esto permite concluir que las instituciones no se limitan sólo a transmitir, puesto que la distribución de conocimientos entre
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diferentes grupos sociales (de edad, confesionales, de clase, étnicos, de sexo, etc.,) posibilita producir otros nuevos. Si, como es habitual, se distribuyen sólo algunos conocimientos y no todos, es porque dicha distribución resulta de aplicar criterios de valor, visibles en las reglas propias de la institución de que se trate, pero implícitos las más de las veces. En este punto comienza a destacar la importancia de la igualdad como principio constitutivo de la institución educativa, que, a diferencia del resto, cumple el encargo explícito de procurar tal distribución en términos justos, universales y tendentes a la construcción progresiva de autonomía por parte de los sujetos que la co(i)nstituyen.
Los criterios más evidentes referidos al formato institucional de la distribución, están muy codificados; en el caso de la educación, han llegado incluso a tomarse como parte de la especialización de los educadores y, más en particular, de los docentes –quienes en ocasiones, reivindican la exclusividad de su posesión y aplicación; por ejemplo: la clasificación de los conocimientos en materias y disciplinas, las formas de agrupación de los estudiantes, la utilización de tiempos y espacios educativos, metodología y recursos, etc. Además de estos, la institución educativa puede dar por supuestos otros criterios distributivos, como en el caso de algunas asimetrías derivadas de desigualdades biológicas, culturales o económicas; las biológicas se justifican por la inmadurez de los sujetos a educar; las culturales, por los conocimientos inferiores de las generaciones nuevas; las desigualdades económicas resultan más injustificables cuando se refieren a menores al no ser éstos responsables de las mismas, sin embargo se presupone que los adultos, en un sistema abierto y competitivo, habrán llegado a mejor o peor situación por méritos propios. Cuando toda la formación social se erige sobre esas desigualdades tiende a asumirlas como naturales y no como producto de ciertas formas de relación que, al ser construidas socialmente son, por tanto, erradicables.
La, así llamada, ‘transmisión’ de conocimientos es, en realidad, un complejo proceso de distribución y valoración que incorpora criterios explícitos de distribución diferencial justificables desde otros criterios de valor, algunos de ellos implícitos. Este proceso constituye el núcleo que da sentido y en torno al cual se articulan todas las prácticas educativas escolares bajo el nombre genérico de currículum: el resultado de una selección de conocimientos que
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cobra formato administrativo para su posterior distribución a través de la educación institucional, procurando con ello justificar las diferencias resultantes de la distribución por la aplicación de criterios implícitos coincidentes con los que rigen la valoración social. Pero como la institución educativa se ve obligada por su propia condición a explicitar esos criterios de reproducción desigual, necesaria para el mantenimiento de una determinada formación social, carga con la atribución de legitimar las desigualdades; de entre ellas, las injustificables encontrarán en la educación argumentos necesarios para encubrir su protagonismo en generarlas y justificar las más evidentes.
La igualdad es tan importante para la escuela, paradigma de las instituciones educativas, porque es ella la encargada de distribuir, entre todos los conocimientos socialmente producidos, los que en cada contexto social e histórico se valoran más útiles, personal y socialmente. A través de ellos los individuos se disponen a alcanzar otras posiciones, mantener otras relaciones, construir otros artefactos o ingenios y producir nuevos conocimientos. Esa ‘utilidad social’ nombra, de hecho, la de los sectores que ocupan posiciones sociales dominantes, desde las que pueden imponer otras formas de relación al resto. Por extensión, alguien se considera menos ‘útil’, en términos personales y sociales, cuando no ha pasado por instituciones educativas, en especial la escolar, que representa no haber formado parte de quienes han tenido acceso a conocimientos valiosos. Por lo tanto, el acceso universal a ciertas instituciones educativas supone la posibilidad de que una vida llegue a tener más valor. La garantía de la adquisición de ese valor no sólo se encuentra en su acceso sino en un tratamiento igualitario.
En términos generales, toda institución impone orden en algún espacio relacional (a partir de entonces, relaciones ‘sociales’). Las instituciones educativas, además, hacen que se asuma ese orden sin necesidad de explicitar los criterios sobre los que se funda, naturalizando prácticas sociales; estas instituciones proporcionan también herramientas para descubrir por sí mismo los criterios, cuestionarlos y plantearse la posibilidad de reemplazarlos. Por tanto, la institución educativa asume algunas desigualdades sociales que tomará como condición de partida para superarlas. Desde una perspectiva de paideia, cuya tradición remonta a los orígenes de nuestra civilización (Jaeger, 1962), la educación trata de procurar
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el paso de la hetero-nomía a la autonomía. El problema es que este trabajo de conformar sujetos se trama con otras relaciones sociales, predeterminadas e injustas.
Así pues, la escuela, como fórmula organizacional de la institución educativa, nace en situaciones de desigualdad y sus logros igualitarios son una conquista social. En sus orígenes, el currículum, como plan de estudios integrado por una selección de conocimientos ordenados para su transmisión, se planteaba sólo para educar élites o sectores muy específicos de la población (eclesiásticos, por ejemplo); quienes no recibían educación formal carecían de currículum definido, puesto que éste se basa en saberes que reemplazan la experiencia directa (Eggleston, 1980). Como los efectos perseguidos determinan el contenido del currículum, las transformaciones de la composición social bajo el capitalismo industrial cambiaron las vías para acceder a posiciones dominantes (ya no sólo privilegios de cuna o fortunas heredadas) y, por tanto, los contenidos del currículum que, desde entonces, se vincularon a dos niveles educativos: uno general, burgués, asociado a los niveles primarios de la escolaridad y centrado en contenidos instrumentales, permitía acceder a la producción y el comercio; otro restringido, aristocrático, se recreaba en los saberes que se consideraban adecuados a posiciones sociales superiores, como los relativos a la formación del carácter. En cierto modo estas diferencias curriculares se han seguido manteniendo en el presente, siendo sus actuales herederos, respectivamente, la educación general o formación profesional, y la enseñanza secundaria y universitaria; también, de formas más sutiles, como demostró Bernstein (1983), a través de las que llamó pedagogías visible e invisible (la selección, distribución y valoración de la primera, con criterios definidos por personas formadas en la segunda), lo que dice respecto a la administración de ambas. El currículum de masas se dirigía a sectores sociales que, desarraigados de su medio de origen, veían reemplazados sus vínculos normativos por otros basados en conocimientos de pretensión objetiva y universal, semejantes para todos. Fueron reemplazándose también los anteriores lazos, basados en tradiciones, e instituciones como familia y comunidad, por otros fundados en la igualdad entre sujetos abstractos.
El efecto de homogeneidad cultural producido, se complementó y tradujo en la condición de ciudadanía, que reconocía a tales sujetos como iguales en derecho (posibilidades de acceso a los bienes
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comunes) y en deberes (defensa y sostenimiento de los principios en que se funda). La ciudadanía, sin embargo, opera sólo en el interior de los límites establecidos para esa comunidad política y, en consecuencia, excluye a quienes no son miembros; eso constituye un problema porque la misma lógica puede ser aplicada a otros límites comunitarios –religiosos, culturales, familiares, étnicos, etc.: aceptado el principio, redefinir los límites de pertenencia permite restringir el disfrute igualitario a los derechos. El resultado es que el carácter político de la institución educativa (públicamente definida, promovida y protegida), la lleva a ocuparse de garantizar esos derechos ciudadanos, luego a consolidar el sentimiento de pertenencia; pero, paradójicamente, también el de exclusión: la educación, como institución de socialización política, opera en el marco de los Estados Nación (definidos, a su vez, en su momento, como formas de organización política de las comunidades). Esto introduce elementos de diferenciación burocrático-administrativa en un principio de igualdad que corresponde a todos. Negada la igualdad en el acceso, difícilmente, si no imposible, se logrará en tramos posteriores. En cualquier caso, la necesidad de instituir una educación igual para todos se desprende de la condición de ciudadanía. Por tanto, a partir de este supuesto queda consolidada la dimensión pública (‘para todos’) de las instituciones educativas. La nueva clase ‘universal’ constituyó una esfera pública, única, en el seno de la cual se definían estas ‘modernas’ relaciones. Al mismo tiempo produjo la exclusión de todos los que, más allá de su condición de iguales por derecho eran, de hecho, desiguales; aunque este hecho fuera invisible desde una nueva esfera pública cuyos límites impiden la percepción del otro (el ‘extraño’ o extranjero que sólo existe como bárbaro, delincuente, disminuido, anormal, etc.)
El origen de la igualdad jurídica abstracta se encuentra en el siglo XIX, pero tiene su génesis en las revoluciones norteamericana y francesa, que asignaron el término a una condición fundamental y universal: ‘todos los hombres son creados iguales’; a la vez la planteaban, por primera vez, como un conjunto de demandas específicas resumidas en la expresión “igualdad ante la ley” (Williams, 2000). La expresión, no obstante, conserva un doble sentido: a) el que parte de la premisa según la cual todos los seres humanos son iguales en su humanidad, luego hay que sancionar esa condición natural mediante un proceso de igualación en el orden del reconocimiento de
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derecho; b) el que toma como premisa que todos los seres humanos, a pesar de sus condiciones actuales, deben ser situados en un mismo punto de partida, por medio de procesos políticos de eliminación de los privilegios, aunque posteriormente puedan generarse nuevas diferencias. Es este último el que permite plantear políticas orientadas a la igualdad de oportunidades.
Antes de detectar que la educación misma incorpora mecanismos de producción de desigualdad social, la inocencia del discurso llevó a pensar en la posibilidad de adoptar medidas orientadas a dictar órdenes institucionales encaminados a compensar las desigualdades producidas en y por otros ámbitos sociales. Las primeras políticas orientadas a ello, proponían compensar socialmente algunas desigualdades para que la tarea educativa pudiera desarrollarse en términos igualitarios: puesto que la enseñanza más allá de los niveles primarios estaba reservada sólo a los pocos que accedían por fortuna, el intento compensador se orientó a quienes probaban su ‘voluntad’ de superación aportando méritos académicos destacables, o bien en casos de insuficiencia económica límite –no extrema- mediante la cual se intentaba canjear riqueza material con capital cultural, en una especie de ‘capital humano’ avant la lettre.
Si las instituciones educativas asumen las desigualdades como dato de partida, sus organizaciones debían tomar la igualdad como horizonte, puesto que su discurso fundacional les impide aceptar su inoperatividad. De ahí que el principio relativo a un acceso que no pueden controlar, deba complementarse aplicando criterios internos de distribución. La clave radica en entender que el valor atribuido a la educación no es un criterio absoluto que se satisfaga por acumulación, sean cuales sean las ‘adquisiciones’ derivadas de la misma, porque su distribución institucional da como resultante un diferencial tal que, aun accediendo en condiciones de igualdad, el proceso de socialización tiene valor diferente para unos y otros. Que eso no llame la atención se debe a que esa valoración diferencial se ha naturalizado haciéndola depender de criterios como la condición biológica de los alumnos, expresada bajo eufemismos (‘dotes innatas’) o mentalismos (‘inteligencia’); de las circunstancias culturales (el lenguaje) o del estatus económico o social. En consecuencia, cada formación organizativa en el seno de las mismas instituciones educativas ha aplicado fórmulas para uniformar a los sujetos al mismo tiempo que para diferenciarlos. La
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confusión entre igualdad y uniformidad (normalización estadística), responde a una pretendida universalidad que se deriva, nada menos, que de supuestos positivistas de objetividad y cientifismo dominantes desde el siglo XIX.
Distinguir la violencia con que se aplican los criterios contradictorios requiere someter los procesos de distribución de la educación institucional a control público (Beltrán, 2001) basado en el imperativo de la justicia. Con ello se hace posible confrontar y discutir abiertamente las operaciones sociales de producción de la desigualdad, explicitadas y puestas de manifiesto a través del funcionamiento de las instituciones educativas. Pero la justicia, categoría subyacente a otros conceptos claves de la filosofía política como igualdad o libertad, es un componente argumental muy sensible, por lo cual los discursos educativos, cuando no la eluden, evitan abordarla frontalmente. Si tiene que ver con la distribución, es en el sentido de considerar si cada quien obtiene, de aquello que es partícipe, lo que le corresponde por mérito o por derecho. Esto quiere decir que, en el caso educativo, la justicia puede estar asociada a los dos criterios señalados: mérito propio o derecho derivado de la pertenencia a una colectividad de quienes comparten algo común; por el primero se invita a considerar los casos en que la capacidad individual puede poner en entredicho a la igualdad; por el segundo se obliga a considerar el carácter público de la educación que exige cumplir, también, con la justicia distributiva. Los análisis tienden a fijarse sólo en el primero criterio porque la igualdad, como principio de la enseñanza escolar desde los tiempos de la modernidad, parece haber entrado en la categoría del mito. Pero ni la escuela nació con pretensiones igualitarias ni tampoco se ha caracterizado históricamente por prácticas tales, aunque sí homogeneizadoras; de hecho las prácticas escolares más consolidadas se articularon en torno a la segmentación –de conocimientos, tiempo, espacios y personas, con criterios de sexo, edad, clase social, inteligencia, etc.- que, en muchos casos, sólo encubría segregación. A diferencia de las prácticas, el discurso ideológico escolar, nunca ha renunciado al principio de igualdad; por el contrario lo ha constituido en uno de los fundamentos que daban razón de ser a los formatos de las instituciones educativas. Inevitablemente en algún momento la contradicción entre prácticas y discursos se hizo tan evidente y escandalosa que requirió intervenciones para justificar, naturalizándolas, las diferencias que
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la escuela, en principio, reproduce (sólo en momentos posteriores se vería implicada en su producción mediante sofisticados recursos ‘pedagógicos’). La escuela no puede sustraerse a la dinámica por la cual todas las organizaciones que forman parte de una institución, que junto a otras se trama en una particular formación social, tienden a reconstituir sus relaciones de forma que la urdimbre de su tejido se rehaga, acomodándose a otras transformaciones.
Desde el punto de vista de la justicia social, el objetivo institucional es garantizar la suficiente autonomía individual para decidir qué condiciones permitirán el acceso a la plena ciudadanía en condiciones de igualdad, requisito de la participación en la vida pública. La igualdad de los seres humanos no se desprende de su biología; de ahí que la educación sea necesaria para llegar a ser parte de la comunidad. El acceso igualitario exige actividades conducentes a mayor autonomía respecto a la norma: que todas las personas sean tratadas como iguales, en situaciones diferenciales, tiende a garantizar actuaciones justas y debe conservarse como un supuesto irrenunciable. Si el compromiso decidido por la igualdad exige previamente una actitud solidaria con los desiguales a efectos de situarlos en las mismas condiciones, lo que a su vez puede requerir medidas desiguales, ¿en qué punto se sitúa la educación dentro de esa trama? ¿Ocupan educadores, programas, métodos o recursos, posiciones decisivas o, al menos, importantes en ella? La igualdad fue una aspiración del proyecto ilustrado; lograrla requiere un programa político-pedagógico que contemple diferentes estrategias, porque sus distintas formas o expresiones están vinculadas entre sí a la vez que se cumplen en condiciones diferenciales de acceso (individual, grupal, institucional), permanencia (métodos, organización, relaciones) y salida (inserción); no siempre a igual educación básica, iguales oportunidades. Las metas exigen principios y procedimientos coherentes con ellas; pero la igualdad no sólo está referida sólo a los sujetos sino también a los establecimientos. No basta con que el tratamiento intraorganizativo sea igualitario; es exigible también que lo sea el inter, lo que significa vigilar el mantenimiento de la igualdad entre las diferentes organizaciones que atiendan aspectos educativos básicos. Ello genera nuevos dilemas: ¿Cómo administrar, organizativamente, la igualdad? ¿Asumir la igualdad de hecho como un supuesto de partida o la desigualdad con la pretensión de compensarla? ¿Diversificación o discriminación positiva?
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En último extremo, el núcleo no es la pregunta acerca de qué tiene que ver la educación con la igualdad, sino descubrir y analizar los mecanismos y las formas precisas bajo las cuales se materializan sus relaciones: ¿Son iguales todos los sujetos antes de acceder a determinadas instituciones? ¿Qué tratamiento les dan unas u otras? ¿Son iguales los procedimientos educativos? ¿Qué procesos de distribución y valoración se activan? ¿Cada institución trata a sus sujetos con igualdad absoluta o con justicia distributiva? ¿Cuáles son las razones por las que resulta deseable que ocurra lo uno o lo otro? ¿En qué se manifiesta la igualdad o desigualdad educativa? ¿Qué la produce, sostiene, incrementa o decrece? Es muy difícil, además de incorrecto por omisión, atribuir causas únicas a ciertas desigualdades; por ejemplo, algunas opciones tomadas desde la libertad individual pueden resolverse socialmente en desigualdades. En tal caso, ¿dónde pueden establecerse los límites a las intervenciones igualitarias para que no lleguen a ser atentados a la libertad individual? Kymlicka (1995), con intención de alumbrar la contradicción de que los intentos de tratar a las personas como iguales se materialicen en políticas que producen efectos desiguales, aconseja distinguir entre los diferentes niveles en los cuales la igualdad puede resultar un valor; en un nivel social lo sería pero no así en la crianza biológica (los niños no pueden ser tratados, física ni psíquicamente, igual que los adultos).
¿Pueden predecirse circunstancias en las que intervenir garantizaría un tratamiento igualitario? En una sociedad desarrollada, los bienes a los cuales todos los ciudadanos deben tener acceso de partida no son sólo los recursos naturales, sino los considerados como derechos sociales. De nuevo se confronta la igualdad de hecho y de derecho: es de derecho que los ciudadanos cuenten con una situación igual de partida para acceder a la educación porque ésta es un bien social. Otra cosa serían las recompensas que correspondan a cada cual según la aportación personal realizada, teniendo en cuanta su dotación de partida. El acceso igual a los recursos básicos, justificable por la mera existencia, no debería estar sometido a ningún otro requisito. La recompensa no será igual para todos; pero sí las oportunidades de acceso valoradas por terceras personas cuyos criterios no pueden ser administrativos, puesto que los logros personales no dependen sólo del esfuerzo personal sino también de las capacidades, de ahí que la distribución de recompensas sólo pueda ser relativa a ese esfuerzo y capacidad.
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Si se asume que la educación produce beneficios, es fundamental preguntarse por sus beneficiarios. Una primera aproximación, algo burda, indica que los de una institución pública seríamos todos; esa lógica desplaza la relevancia de lo planteado a cómo se distribuyen entre ‘todos’ esos beneficios, lo que hace inevitable preguntarse por la naturaleza de los beneficios a efectos de su posible reparto o distribución. Si pudieran expresarse en cantidades discretas, el reparto requeriría aplicar algún criterio de distribución proporcional, pero ¿a qué?; si hubiera de ser igualitaria ¿es justo que todos obtengan lo mismo, con independencia de su situación de partida?; si son intangibles, ¿cómo se garantiza su distribución justa?
Los beneficios de la educación son individuales y sociales. Los individuales tienen que ver con situar a todas las personas en posiciones justas para satisfacer sus necesidades básicas. Satisfechas éstas, los sociales se refieren a igualar sus posibilidades para el logro de futuras cotas de bienestar. La relación entre ellos es compleja; causal, pero no recíproca: los beneficios educativos sociales ¿serían causa de los individuales, aunque un bienestar mayor no conduzca a la mayor justicia? O, por el contrario ¿habría que priorizar la justicia sobre la igualdad? ¿Quiere ello decir que la educación individual debe orientarse a la producción de beneficios sociales?
Si habláramos de otros beneficios quizá podríamos concluir que las diferencias en su distribución no son especialmente relevantes para la vida social; sin embargo el concepto de justicia distributiva es fundamental para la educación: no sería propiamente educativa una acción que tuviera efectos perversos. Y, puesto que no se parte de una situación igualitaria de hecho, cabe plantearse si lo somos al menos de derecho y, en tal caso, cómo llegó a conquistarse este derecho y qué representa defenderlo y extenderlo a aquellos que no lo poseen. Respecto a esto último, es pertinente que los educadores también se planteen la responsabilidad de las propias instituciones educativas y de quienes les prestan cuerpo en la persistencia de posibles desigualdades.
Tras todo lo anterior no cabe seguir insistiendo en si las instituciones educativas han tenido o tienen algo que ver con la producción y /o el mantenimiento de relaciones sociales igualitarias; si se consideran los efectos institucionales ha de reconocerse que, a largo plazo, han producido más igualdad que desigualdades. Pero pueden constatarse respuestas desiguales de familias, justicia,
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mercado, etc. ante propuestas educativas cuya escasa sensibilidad ante la diversidad cultural es evidente. La contradicción está instalada en la propia institución: las formas organizativas con que se persiguen finalidades igualitarias, están históricamente construidas sobre estructuras desiguales (centralización, organización burocrática, tecnocracia, etc.). Interesa, pues, dilucidar los mecanismos que en las instituciones educativas se activan frente a la distribución desigual y aquello que la genera, teniendo en cuenta que las organizaciones que las integran parecen agencias erigidas, constitutivamente, sobre la desigualdad. El ejemplo de la escuela muestra las desiguales exigencias de los procesos instalados en su núcleo organizacional (producción, distribución y valoración de los conocimientos): la producción no requiere igualdad; la distribución, sí; la valoración demanda equidad. Una distribución igualitaria supone incorporar equidad en los criterios de valor, antes de su aplicación. La función de la educación no es sólo de transmisión cultural, sino también de transformación de la especie, de ‘humanización’ (en sentido deweyano). De ahí que Connell (1997) se plantee el problema en términos de lo que él llama las dos grandes cuestiones de justicia distributiva: a) provisión de educación de nivel básico a toda la población; b) igualdad de oportunidades de acceso a los siguientes niveles. Si la igualdad es una forma de relación o una propiedad de las relaciones sociales, y considerando que las relaciones se producen (la igualdad no puede ser estática; siempre se está produciendo en mayor o menor grado –pág.69) ¿cuáles son los factores que llevan a la reproducción del mismo tipo de relaciones? Hay que seguir desvelando los mecanismos institucionales de reproducción de la desigualdad a la vez que activar estrategias positivas (económicas, educativas, organizativas, culturales, etc.) para la producción de mayor igualdad. Por ejemplo, la igualdad uniformadora en las aulas se ha establecido mediante un conjunto de estrategias psicológicas (clasificación), sociológicas (aceptación de las condiciones desiguales de origen y su pretendida reducción), organizativas (agrupamientos), instrumentales (materiales curriculares), docentes (formación del profesorado), metodológicas (principios y procedimientos didácticos), etc. Todas ellas se han articulado en una red de actuaciones que, finalmente, ha generado injusticias en nombre de una falsa igualdad, siendo a partir de entonces imputadas las desigualdades resultantes a condiciones biológicas, familiares o ‘naturales’.
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Cuanto más se generaliza la educación, más evidentes se hacen las desigualdades asociadas. De ahí que los planteamientos igualitaristas hayan estado referidos casi siempre de manera exclusiva a niveles básicos; las desigualdades productoras de desigualdades entre chicas y chicos, ricos y pobres, pobladores rurales o urbanos de los niveles medios o superiores, no se han considerado susceptibles de tratamiento para reducirlas; más bien han tendido a ‘normalizarse’. Si en el nivel anterior, universal y obligatorio, puede actuarse con mayor efectividad para suprimir o compensar las desigualdades asociadas a deméritos propios, ello no quiere decir que el resto haya de sustraerse a la justicia distributiva.
Principios generales mínimos requerirían una inmediata e inexcusable aplicación para enfrentar las desigualdades que el sistema educativo provoca o de las que las instituciones pueden ser cómplices por omisión: sensibilidad para articular sus actividades en respuesta a las injusticias sociales; adopción de prácticas organizativas comprometidas con y orientadas hacia la justicia distributiva; instalar y consolidar procedimientos que permitan compensar desigualdades existentes. Pero, además, la detección y posterior corrección de políticas anti-igualitarias exige instancias y procedimientos de control o, si se prefiere, ciertas formas de intervención regulativa que ¿podrían encargarse a la administración? Una institución fundada en la jerarquía ¿puede corregir su deriva a producir desigualdad para restablecer, con criterios de justicia, la condición de iguales en sujetos diferentes? Esta es, en definitiva, la clave de la tarea educativa en relación con la igualdad: una distribución diferencial de los códigos de socialización cuya consecuencia sea mayor igualdad. No aceptar ese desafío agota la discusión obligando a aceptar que la educación institucional juega a favor de intereses particulares o sectoriales para perpetuar injusticias que permitirían la desigualdad en el disfrute de lo común. Por el contrario, una respuesta afirmativa, al replantear el carácter educativo de las actuaciones institucionales, excede la aplicación de soluciones administrativas. Frente a este dilema, es importante comprender que la educación no es culpable de las desigualdades sociales existentes; aunque tampoco actúe siempre como adalid de la justicia, ni ha conseguido cambiar sus propios espacios de producción de las desigualdades y hasta puede haber tenido protagonismo en justificar o legitimar alguna de ellas, también se ha demostrado capaz de formular nuevos criterios de distribución,
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de manera que la vigencia de otros más injustos se detenga a menudo en las puertas de la institución educativa. En este sentido resulta inocente, cuando no peligroso, dejarse llevar por eslóganes del tipo ‘la educación debe responder a las demandas sociales’, que dejan a la institución inerme frente a desigualdades e injusticias instaladas en los dominios económicos, laborales, políticos, etc. El valor de una institución educativa radica, precisamente, en ofrecer un espacio para la construcción de nuevas relaciones y nuevas posibilidades expresivas más allá de las socialmente sancionadas. Siendo agencias de socialización es inevitable que reproduzca lógicas sociales; pero no forzosamente las existentes, sino también las deseables.
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bstract
When education is institutionalized, it adopts ways of differential reproduction whose criteria coincide with those presiding other categories of social regulation, like the ones associated to managerial and administrative practices; this helps explain why education, in spite of its declared aims, ends up causing inequalities. In most cases, these will be reflected within the boundaries of exclusion as defined by identity and otherness. However, contrary to what happens in authority-bound relationships, when plurality and difference acknowledge the autonomy of subjects, they grant distributive justice. What is more, when citizenship stems from democratic politics, it can turn into a paideia that, as a relational space, can redefine the limits of belonging without restricting an equalitarian access to lawful justice; and lawful justice itself, rather than remaining a juridical abstraction, can be put into practice by applying school redistribution criteria wherein their materialized relationships may be subject to analysis, as a formation discipline, which would make educational benefits socially and not just individually accountable.
Key words: education; justice; equality; management; politics.
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esumen
La educación, cuando se institucionaliza, adopta circuitos de reproducción diferencial cuyos criterios coinciden con los que presiden otros órdenes de regulación social, entre ellos los administrativos; eso
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hace que, contra lo declarado como su finalidad propia, produzca desigualdades. Éstas quedarán plasmadas, la mayor parte de las veces, en límites de exclusión definidos sobre identidad y alteridad. Pero en contra de las relaciones de autoridad, cuando pluralidad y diferencia se basan en el reconocimiento de la autonomía de los sujetos, resultan garantía de justicia distributiva. La ciudadanía que emerge de una política democrática, puede ampliarse hasta una paideia que, como espacio relacional, permita redefinir límites de pertenencia sin restringir el acceso igualitario al derecho; puede superarse la abstracción jurídica que éste representa aplicando criterios escolares de redistribución que evidencien la materialidad de sus relaciones y las hagan susceptibles de trabajo analítico, como disciplina de formación, que situaría en un orden social, y no individual, los beneficios educativos.
Palabras clave: educación; justicia; igualdad; administración; política.
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