domingo, 1 de julio de 2012

Aprender a verse [y a buscarse] en un salón de primer grado


«Haz que tus dones fructifiquen»

Aprender a verse [y a buscarse] en un salón de primer grado

Este capítulo trata de lo que presenciaron dos obser­vadores (mi asistente y yo) durante un período de dos años en un aula de primer grado de una escuela pública de Chicago. Nuestras observaciones dieron lugar a dos distintos descubrimientos. Uno concierne a lo que los niños de ese salón fueron alentados a aprender sobre sí mismos y a lo que pudieron haber aprendido sobre su maestra durante ese primer año de escuela elemental. El otro se refiere a lo que aprendimos nosotros sobre el proceso de observación en aulas, particularmente cuan­do las razones por las cuales uno se encuentra en ellas son un poco vagas y no están muy bien definidas, como era nuestro caso.
En primer lugar, quiero dedicar algunas palabras al propósito de nuestras visitas y a la investigación más amplia de la cual estas formaban parte. El proyecto se llamaba Vida Moral de las Escuelas y su objeto era con­siderar las diversas maneras en que lo que sucede en las escuelas y en las aulas podría contribuir -sea posi­tiva, sea negativamente- al bienestar moral de cada una de las personas presentes, principalmente los alumnos, por supuesto, pero sin pasar por alto a los do­centes ni al resto del personal escolar. Al diseñar el pro­yecto, deliberadamente no definimos qué querían signi­ficar frases tales como «vida moral» y «bienestar mo­ral». Dejamos sin definir estos términos clave en parte porque queríamos que todas esas definiciones -supo­niendo que pudieran darse-- surgieran de nuestra ta­rea con los docentes, que serían nuestros socios en la realización del proyecto, y en parte porque no estábamos en absoluto seguros de lo que tales términos po­drían significar puntualmente en el contexto de una es­cuela o de un aula.
Naturalmente partimos de la idea de que las cues­tiones morales conciernen principalmente a nociones tales como el carácter y la virtud; por lo tanto, previmos que, durante nuestras visitas a las aulas, nuestra tarea se encaminaría a indagar cómo lo que sucedía en ellas podía cultivar o socavar esas cualidades humanas tan deseables. No obstante, aparte de esa premisa, tenía­mos muy pocos preconceptos o ninguno sobre la for­ma que adquirirían nuestras observaciones. Por consi­guiente, no es exagerado decir que cuando comenza­mos a realizar nuestras visitas en verdad no sabíamos qué buscábamos, por lo menos no con los detalles sufi­cientes para que ese conocimiento nos sirviera de guía en nuestras observaciones.
Ahora presentaré algunos datos rudimentarios del aula que visitamos y de su maestra. Comenzaré con es­ta última. Elaine Martin, como la nombraré aquí, es una mujer de poco menos de cuarenta años que ha en­señado durante los últimos quince en escuelas públi­cas, principalmente en primer grado, y ha permanecido en su puesto actual durante cinco años. Es una mujer de aspecto agradable, pelo castaño cobrizo, una sonrisa amistosa y una manera de ser muy acogedora. Está casada y tiene dos hijos.
Durante cada uno de los dos años que duraron nues­tras visitas, la clase de la señora Martin estuvo com­puesta por veintiocho alumnos. La composición racial, que también permaneció prácticamente constante du­rante ese período, era la siguiente: una cantidad casi igual de alumnos caucásicos y afronorteamericanos y cuatro o cinco niños con ascendencia asiática.
La escuela Howe, en la que trabaja la señora Martin, ocupa un edificio de tres pisos, una estructura de ladri­llos construida a fines del siglo XIX, con un edificio ane­xo de una sola planta, también de ladrillos, construido mucho más recientemente, en el que se hallan los pri­meros grados. La construcción anexa, donde está situa­da el aula de la señora Martin, está separada del edifi­cio principal por un patio cubierto con piso de cemento que contiene toboganes y subibajas y algunos otros jue­gos. Allí es donde se reúnen los niños antes de comenzar las clases y durante los recreos.
Estructuralmente, el aula de la señora Martin es rectangular con forma de caja. Las paredes interiores son de bloques de cemento con ventanas que dan a una galería que corre por casi todo uno de los muros latera­les. El suelo está cubierto con revestimiento plástico de un color indefinido y los artefactos de iluminación, que cuelgan de delgados cordeles blancos desde un cielo raso situado a algo más de tres metros de altura, son fluorescentes. En la pared del frente están las pizarras; la pared opuesta a las ventanas está cubierta por ta­bleros de anuncios que se extienden desde el nivel de la cintura hasta la altura que puede alcanzar una persona adulta. Finalmente, en la pared del fondo se alinean los armarios metálicos destinados a que los niños guarden sus abrigos y pertenencias personales. Junto a las pare­des de los costados se han ubicado estantes para libros y unas pocas mesas bajas. En el fondo del salón hay una o dos mesas adicionales. Los escritorios y las sillas de los niños ocupan el centro del aula. El escritorio de la señora Martin está situado en un ángulo, al frente, jun­to a la ventana. También en el frente, en el ángulo opuesto, junto a la pizarra y con una pequeña alfombra a los pies, hay una silla de las dimensiones apropia­das para una persona adulta donde se sienta la señora Martin cuando trabaja con los grupos de lectura, una actividad que ocupa una parte importante de la jornada escolar.
Es casi imposible catalogar de una manera completa los elementos de trabajo adicionales del aula de la seño­ra Martin -los contenidos de los tableros de anuncios, los objetos que están sobre las mesas y los estantes, los mensajes de la pizarra, etc.-, en parte porque son de­masiado numerosos y en parte porque cambian de una semana a otra y a veces de un día para el siguiente. Baste decir que el aula, como la mayor parte de las au­las de la escuela elemental, ofrece un entorno visual muy estimulante. Hay mucho para observar y mucho para descubrir, aparte de la actividad de los ocupantes del salón. Algunos de los objetos en exhibición parecen ser puramente decorativos, como la reproducción de una pintura abstracta que cuelga sobre la pizarra o el marco decorado que rodea los tableros de anuncios, pero la mayor parte de lo que se ve cuando se recorre distraídamente con la vista la habitación es de uso pe­dagógico evidente, o lo fue en algún momento. Hay una cantidad de gráficos, mapas, calendarios, listas de dife­rentes tipos, obras de arte hechas por los propios alum­nos, papeles con escalas graduadas, recortes de perió­dicos y revistas, una jaula para hamsters, un terrario, un sacapuntas, una computadora, botellas y jarras de variados tamaños, un par de reglas, unas plantas en diversos estadios de salud y muchas cosas más.
A decir verdad, el salón de la señora Martin presen­ta algo más que un ambiente visualmente «activo» en el cual un visitante interesado se pudiera sentir provecho­samente absorbido. Parece directamente desordenado, casi revuelto, o por lo menos esa fue la impresión que me dio el día que entré para comenzar mis observacio­nes. Varios estantes desbordaban de libros, muchos de ellos colocados boca abajo o al revés. Las mesitas de los costados tenían objetos apilados. Bajo las mesas yen las esquinas podían verse cajas de cartón, muchas de las cuales contenían objetos (un polvoriento globo terrá­queo, por ejemplo) que aparentemente no habían sido utilizados y ni siquiera tocados durante un buen tiem­po. Por lo demás, las condiciones que observé ese pri­mer día continuaron siendo casi exactamente las mis­mas durante todo el tiempo que duraron nuestras vi­sitas de observación. El desorden disminuía un poco de vez en cuando (lo hizo de manera notable uno o dos días después de que yo le mencionara al pasar algo en ese sentido a la señora Martin), pero tras cada intento esporádico de acomodar las cosas, el salón volvía pronto a recuperar su desorden habitual.
La vista de semejante desbarajuste al principio nos resultó perturbadora, tanto a mí mismo como a mi asis­tente, porque no sabíamos cómo interpretar aquello. ¿Era señal de una maestra descuidada, de alguien que no se interesaba por su trabajo? ¿O significaba que esa persona tenía otras cosas, quizá más importantes, de las que ocuparse? Mi propia oficina de la universidad, después de todo, jamás obtendría un premio a la pulcri­tud, y sin embargo yo no querría que nadie supusiera, basándose en su apariencia desordenada, que me im­porta poco lo que hago. Por el contrario, la razón de que mi escritorio y las superficies adyacentes están tapadas por pilas de libros y papeles (me digo a mí mismo) es precisamente que yo me preocupo demasiado por otras cuestiones más importantes para molestarme en atender semejantes trivialidades. Quizá la señora Mar­tin pensara lo mismo que yo. Por lo menos esa era una posibilidad.
La avalancha de conjeturas sobre este estado de co­sas no terminó con mi primera visita. Los días siguien­tes seguí preguntándome por la significación eventual que ese desorden pudiera tener para el proyecto en el que yo acababa de embarcarme. ¿Tenía el desorden del aula alguna significación moral? ¿Era una forma de co­municar tácitamente a los alumnos que la pulcritud y el orden carecían de importancia? ¿Podría contribuir a explicar, por ejemplo, el caos que los alumnos tenían en el interior de sus pupitres? ¿O simplemente había sido una tontería de mi parte fijar la atención en un asunto tan superficial? ¿Debí tomarme la molestia de anotar esta observación? ¿El hecho de haberme absorbido en este aspecto de la apariencia del aula dice en definitiva algo sobre mí? Aunque no tenía ninguna idea clara de hacia dónde apuntaba esa meditación, durante aquellas primeras visitas sentía que lo que yo buscaba a tientas iba mucho más allá de saber qué impresión me producía el desor­den evidente del aula de la señora Martin, por significa­tivo o insignificante que ese estado de cosas pudiera eventualmente resultar. En realidad yo me preguntaba cómo deberíamos observar a los maestros y a sus aulas si nos interesamos en su forma y su sustancia morales, en su potencial moral, podríamos decir. También quería saber cómo encajaba yo en el proceso, cómo encajaban mis reacciones e intuiciones personales tales como el vago sentimiento de incomodidad y confusión que me había provocado el desorden que imperaba en el salón.
Sentía yo que buscar la trascendencia moral de las cosas, signifique esto lo que signifique, me exigiría, pa­ra observar lo que ocurría, alcanzar una sintonía más fina y un nivel de atención más esmerada que nunca antes había necesitado. Pero, al mismo tiempo, no es­taba seguro de cuánto debía confiar en mis reacciones personales ante lo que presenciaba. Sospechaba que es­to o aquello podían ser elementos significativos, pero ¿en qué medida eran útiles las sospechas? En realidad, uno de mis mayores recelos, por lo menos inicialmente, estuvo reservado para esa vocecita interior que conti­nuaba diciéndome: «Sigue tus intuiciones».
A medida que nuestro trabajo en el proyecto progre­saba, aprendí a escuchar con más atención esa voz inte­rior y lo mismo le ocurrió a mi asistente. Creo que nues­tra experiencia en el aula de la señora Martin contribu­yó a que así fuera. Llegamos a confiar en nosotros mis­mos como una función parcial de llegar a confiar en la señora Martin. O por lo menos así nos pareció. Los dos procesos ciertamente fueron de la mano. Además, sos­pecho (¡otra vez esa palabrita!) que algo semejante les sucedía a muchos, si no ya a la mayor parte de los vein­tiocho alumnos de ese primer grado. Porque también ellos ganaron más confianza y más seguridad en sí mismas a medida que transcurría el año. Aunque no poda­mos explicar clara y cabalmente ninguno de estos dos conjuntos de cambios -los que experimentamos noso­tros y los que se dieron en los niños-, estamos persua­didos de que hoy comprendemos algunos de los factores que contribuyeron a provocarlos, particularmente los referidos al papel de la señora Martin en el proceso. Sin embargo, comprender siquiera eso nos pareció entonces un verdadero logro, tras meses de algo que por momen­tos parecía un esfuerzo inútil. Aunque nuestras percep­ciones aún son sólo tentativas y nos dejan a una distan­cia considerable de lo que sería descifrar el código del modo de observar una escuela o un aula desde un punto de vista moral (si es que en realidad hay algún códi­go para descifrar), ellas nos han permitido avanzar un paso en esa dirección o por lo menos lo creemos firmemente. A fin de compartir con los lectores las bases de nuestra convicción y transmitir al mismo tiempo una sensación de su desarrollo gradual, debo volver breve­mente al desorden que desencadenó mis reflexiones desde el fondo del salón.
¿Qué ocurrió con aquellas inquietudes iniciales? Me complace decir que desaparecieron pronto. Téngase en cuenta que, como ya lo mencioné, el desorden persistió. Lo que desapareció fue mi preocupación por él. Amedi­da que empecé a interesarme más en otras cosas que sucedían en el aula, comencé a pasarlo por alto. Final­mente, lo olvidé por completo, o casi. Lo que en verdad ocurrió, en un nivel más emocional, fue que perdoné a la señora Martin por su falta de pulcritud, al modo en que uno podría perdonar a un profesor por ser distraído o a un luchador por ser poco agraciado. Y lo hice porque co­mencé a reconocer lo que, en el contexto de nuestro pro­yecto, no puedo llamar de otro modo que «las virtudes redentoras» de la señora Martin.
Pero ni siquiera esto pinta exactamente la secuencia de eventos. Lo primero que ocurrió fue que mi asistente y yo empezamos a disfrutar de nuestras visitas al aula de la señora Martin sin siquiera saber por qué .. Simple­mente nos gustaba estar allí. Lo que sigue es un extrac­to del cuaderno de notas de campo de mi asistente, es­critas un día en el que no tenía ganas de abandonar la comodidad de su estudio. El párrafo refleja también mi pensamiento.
No tenía ganas de visitar ninguna clase; prefería permanecer en mi claustro y escribir, pero tan pron­to como crucé el vano de la puerta del aula de Elaine, me sentí encantado de estar allí. El efecto fue ins­tantáneo y sorprendente. De pie en el pasillo ante la puerta de entrada consideré la posibilidad de no en­trar, pero en cuanto lo hice me invadió la vitalidad que irradiaba el salón.
Pasados algunos meses, tras no visitar el aula de la se­ñora Martin durante un tiempo, mi asistente escribió:
Siempre abandono el aula de Elaine -incluso ahora que ha pasado un buen tiempo desde la última vez que la visité- con una sensación de placer y lumino­sidad... Tengo que estar consciente de ese senti­miento y prestar atención al modo en que puede te­ñir mis percepciones de lo que ocurre en el salón de Elaine.
Encantado de estar allí. Placer y luminosidad. Ins­tantáneo y sorprendente. Me invadió la vitalidad. Yo mismo compartí todas esas reacciones. ¿Cómo es posi­ble? ¿Qué las provocó? Tengo dos respuestas rápidas para esas preguntas, una positiva y otra negativa, pero, desgraciadamente, ninguna de ellas es satisfactoria. La respuesta negativa dice que sea lo que fuere lo que hacía del aula de la señora Martin un sitio atractivo, es algo que no puede señalarse concretamente. La res­puesta positiva llama a ese efecto el «clima del aula», y atribuye sentido a esa expresión basándose en el uso ampliamente difundido que tiene entre los docentes. Por supuesto, ambas respuestas son correctas, pero ninguna de ellas nos lleva muy lejos. Lo que tienen de cierto es que reconocen que las cualidades morales de una persona o de una situación parecen flotar en el aire. Forman parte de la atmósfera. Uno las intuye antes de poder expresarlas. Por ello es de vital importancia que, en nuestra condición de observadores del aula, perma­nezcamos en contacto con los propios sentimientos. Pe­ro aun habiendo captado sensiblemente tales cualida­des, la tarea de expresión continúa siendo difícil. Y así lo fue en el caso de nuestra reacción compartida ante lo que sucedía en el aula de la señora Martin.
Una vez más, pues, ¿qué tenían el salón o la propia señora Martin que provocaban esa atracción? Mi pri­mera suposición fue que aquello tenía algo que ver con la manera en que la maestra interactuaba con los niños (y quizá también con nosotros), algo relacionado con su franqueza y candor al vérselas en situaciones que otros podrían haber manejado de un modo más circunspecto y hasta reservado. Daré aquí dos ejemplos.
Después del recreo, los días en que la maestra no de­be cumplir además tareas de supervisión y por lo tanto permanece adentro, los niños que estuvieron afuera re­gresan al aula con diferentes disposiciones para reanu­dar sus tareas escolares. Algunos están excitados, otros cansados, unos pocos se sientan naturalmente en su si­lla y, casi invariablemente, uno o dos tienen alguna his­toria que contar a la maestra, a veces llorando, sobre lo que sucedió en el patio de juegos. Muchos de los relatos tienen que ver con injusticias y crueldades. A menudo incluyen acusaciones. Martha le quitó con violencia su pelota a Sarah. Freddy empujó a Billy y luego lo pateó cuando este estaba en el suelo. Un agresor desconocido golpeó a Inez por la espalda mientras ella se colgaba en los juegos. Y así una calamidad detrás de otra. No siem­pre queda claro qué esperan los niños que haga la seño­ra Martin en relación con sus relatos de infortunios. A veces todo lo que parecen desear es un poco de simpa­tía, pero en otras ocasiones es evidente que piden algu­na venganza y esperan que sea la señora Martin quien la administre, en forma de castigo o de reprimenda, tal vez.
La señora Martin siempre toma muy en serio estos incidentes, pero casi nunca los trata en privado. Aun cuando se inclina para reconfortar a un niño que llora, rara vez se dirige a él en un tono bajo. Por el contrario, discute lo ocurrido en un tono de voz que transmite simpatía y preocupación y que además habitualmente puede oírse desde varios metros a la redonda, incluso con frecuencia desde la otra punta del salón. Como re­sultado de ello, lo que podría haber sido un téte-a-téte se convierte en realidad en un intercambio semipúblico que puede ser presenciado y oído por todos.
La franqueza que caracteriza a estas conversaciones produce un extraño efecto. En lugar de aguijonear la curiosidad de los demás niños e impulsarlos a acercarse para saber más sobre lo que sucedió, como se podría suponer que ocurriría, la manera natural de manejar la situación que tiene la señora Martin parece ejercer un efecto calmante. Como pueden oír fácilmente lo que se dice sin tener que pararse junto a la señora Martin y el niño que se queja, los alumnos permanecen en sus asientos o continúan haciendo lo habitual: se quitan los abrigos, toman un libro, sacan punta a los lápices, etc. Muchos prestan obvia atención a lo que se dice, pero son muy pocos los que parecen morbosamente curiosos en relación con el episodio.
Me parece que la conducción de estos breves inter­cambios, además de expresar la preocupación de la maestra, transmite algo más a la clase en su conjun­to. La naturaleza semipública de esas conversaciones anuncia a todos y cada uno de los alumnos que en esa aula hay muy pocos secretos, pocos temas de los cuales no se pueda hablar con la franqueza y el volumen de voz suficientes para que todos puedan oídos. No hace falta andar murmurando a espaldas de la gente, acusándola de esto o de aquello. ¿Tienes algo de qué quejarte? Pues bien, discútelo en voz alta y trátalo a cielo abierto, del mismo modo en que podrías hablar de una dificultad que tienes en aritmética o en lectura. Prácticamente resulta imposible distinguir la voz de consuelo de la voz de enseñanza.
Veamos otro ejemplo de un fenómeno similar. Lo to­mo del cuaderno de notas de mi asistente. La situación que se señala allí es la siguiente: una o dos veces por se­mana, la señora Evans, voluntaria que además es jubi­lada, visita el aula de la señora Martin para ayudar a los niños con la ortografía. La señora Evans trabaja con un grupo pequeño de niños en una de las mesas bajas situadas al fondo del aula mientras la señora Martin trabaja con grupos de lectura en el rincón del frente junto a la pizarra. Ese día en particular, los niños que estaban con la señora Evans hacían algo más de alboro­to de lo que ambas mujeres consideraban aceptable. Es­ta situación dio lugar a una conversación que mi asis­tente describió del modo siguiente:
La señora Evans dijo: «Esto no me gusta. No me gusta que los niños no hagan más que jugar». Apa­rentemente se dirigía a Elaine (la señora Martin). Entonces Elaine le respondió que si los niños no se comportaban como debían o no hacían lo que debían hacer, la señora Evans podía enviarlos a sus asien­tos. «Me encanta ayudarlas», continuó la señora Evans, «pero ellos deben trabajar». El contenido de la conversación era menos interesante que su natu­raleza. Eran dos mujeres que charlaban entre sí de una punta a la otra del salón y actuaban como si estuvieran sentadas una junto a la otra. Hablaban entre sí cuando en realidad quedaba claro que que­rían hablarles a los niños. Comunicaban un mensaje a los alumnos [que se hallaban en la mesa de la se­ñora Evans] pero lo hacían hablando entre ellas, permitiendo en cierto sentido que los niños oyeran casualmente sus pensamientos y quizá ... sacaran sus propias conclusiones.
La frase «permitiendo que los niños oyeran casual­mente sus pensamientos» ciertamente resume lo que sucedía en esa situación, pero yo interpreto que hacía algo más. Para mí esa frase evoca el trabajo de un mago o de alguna otra persona con poderes mágicos, tal vez como un maestro, a los ojos de un niño de primer grado. Después de todo, los pensamientos no pueden oírse al pasar, salvo que se los exprese en voz alta y en ese caso ya no son meros pensamientos. ¿O lo son? ¿Cuál es la diferencia entre lo que pensamos y lo que decimos? ¿Hay alguna diferencia? ¿Debe necesariamente ha­berla?
Tengo mis dudas de que los pensamientos de los ni­ños se orientaran en realidad en esas direcciones cuan­do oían por casualidad lo que decían las dos mujeres, pero no me sorprendería descubrir que pensaban cosas que rebasaban mucho el contenido de la conversación misma. Porque estoy convencido de que detrás de los comentarios casuales, aparentemente inocentes de la señora Martin y la señora Evans, se esconden cues­tiones de una significación más profunda, como ocurría en el caso de las conversaciones mantenidas después del recreo. Esta vez como aquella, una de las cosas que se desdibujaban -que se borraban temporalmente, podríamos decir- era la línea entre lo público y lo pri­vado, entre lo que está destinado a ser oído por todos y lo que uno podría confiar a un compañero. ¿Qué importancia adquiere la eliminación de esa línea? ¿Es sólo un truco pedagógico, una manera astuta de trans­mitir una advertencia que de otro modo se desoiría? Ciertamente, esta es una lectura posible. En verdad, tal vez eso era todo lo que las mujeres pretendían conse­guir en ese momento. Sin embargo, no puedo evitar su­poner que se lograba algo más, aunque no necesariamente de manera deliberada, y tal vez sin que nadie tuviera conciencia real de ello.
En primer lugar, sospecho que sucesos minúsculos, como el que acabo de referir, contribuyen, aunque sólo sea infinitesimalmente, a esa calidad de franqueza y candor que mi asistente y yo hallábamos tan atractiva. Lo que se transmite en ese breve intercambio es una va­riación del mensaje implícito que comentábamos antes, es decir, que este es un salón en el que hay muy pocos secretos, en él los canales de comunicación están ha­bitualmente abiertos y el volumen del habla -por lo menos cuando aquello de lo que se habla se refiere a cuestiones de conducta- es lo suficientemente alto para que todos puedan oírlo. Los intercambios semipú­blicos como este invitan a quienes los presencian a sa­car una variedad de conclusiones sobre las personas que hablan y sobre las relaciones entre lo que se dice y las propias opiniones y juicios personales. En suma, alientan a quienes los escuchan a situarse en relación con el contenido de la conversación y, si es necesario, a tomar partido respecto de lo que se dice. Cuando du­rante un período extenso se nos ofrecen repetidamente tales invitaciones breves a formar nuestros propios jui­cios, nuestras relaciones con los que hablan comienzan a cristalizarse. Descubrimos que tal persona empieza a agradarnos y que tal otra nos desagrada, que confia­mos en una y desconfiamos de otra y así sucesivamente. También, de a poco, vamos viendo que nosotros mismos ocupamos una posición en relación con aquellas perso­nas que nos agradan o nos desagradan, aquellas en quienes confiamos y aquellas que nos despiertan recelos. Algunas no sólo nos agradan; además estamos de acuerdo con ellas. No sólo confiamos en ellas; las buscamos cuando nos hacen falta. Todo esto puede resumirse diciendo que llegamos a conocer a las perso­nas, y a menudo nos formamos firmes opiniones sobre ellas, después de haber compartido un tiempo juntas. Seguramente, nada de esto es original. Sin embargo, vale la pena hacer dos observaciones sobre este lugar común, cada una de las cuales tiene especial relevancia para lo que observamos que ocurría en el aula de la señora Martin.
La primera es que esas relaciones entre nosotros y lo que nos rodea, que evolucionan gradualmente sin que tengamos plena conciencia de ello, como ocurre en mu­chos casos, no suelen ayudarnos a explicar las razones por las cuales sentimos o pensamos como lo hacemos. Terminamos experimentando agrado o desagrado por una persona, un lugar o una cosa, y sin embargo nos ve­mos en apuros cuando queremos explicar por qué. La ausencia de explicaciones precisas para estos apegos y estas aversiones adquiere especial significación en la perspectiva de los docentes que tienen a su cargo a ni­ños pequeños, pues, como sabemos, a esa edad tem­prana se definen gustos y desagrados fundamentales (el gusto por la lectura, por ejemplo, o el gusto por la escuela en general). Pero, precisamente entonces, la capacidad para atribuir causas es mínima. Por lo tanto, no debería sorprendernos comprobar, como es típico que lo hagamos, que los niños no pueden decirnos mu­cho sobre por qué les gusta o les disgusta esto o aquello de la escuela y descubrir que las explicaciones que dan -«Ella es mala», «El es agradable», «Eso es difíci1», «Esto es divertido»- están demasiado abreviadas para permitirnos una percepción cierta. En mi opinión, esto implica que quienes estudiamos las escuelas y las aulas tenemos que desarrollar una sensibilidad especial para las fuerzas relativamente benignas, esos equivalentes educativos del viento· y la lluvia, que sin duda contribu­yen a curtir lentamente la psique de los niños.
La segunda observación que quiero hacer acerca de este proceso tan común, mediante el cual llegamos a profundizar nuestra comprensión de nosotros mismos y de los demás, es que, en este sentido, ciertas experien­cias nos alientan a ser más indagadores y aventureros que otras. Este hecho se hace cada vez más evidente a nuestros ojos de observadores cuando comenzamos a advertir que las conversaciones que describimos mi asistente y yo adquieren nueva significación como par­te de una configuración más amplia de interacciones cuyo impacto potencial en los alumnos de la clase nos pareció digno de señalar. Esa configuración mayor no se nos manifestó repentinamente. En realidad, sólo co­menzamos a notarla después de haber visitado varias veces el aula y de haber conocido no sólo las rutinas cotidianas, sino la idiosincrasia de muchos de los alum­nos. Ese proceso de aclimatación nos llevó varios meses y es importante señalarlo por lo que ello implica cuando se emprende una investigación como la que hacíamos. Es posible que otros investigadores hubieran adverti­do lo que nosotros vimos y hubieran comprendido su significación mucho más rápidamente, pero, en ese ca­so, yo diría que fueron observadores más afortunados y no más perspicaces que nosotros. Porque no conozco ningún atajo que permita descubrir al instante la signi­ficación potencial de los aspectos corrientes y enigmáti­cos de la vida de un aula. En realidad, ni siquiera estoy seguro de haber captado aún plenamente la significa­ción de lo que pasaré a describir.
La señora Martin hace algo levemente fuera de lo co­mún cuando llama la atención a un alumno que infrin­ge abiertamente --o que ella sospecha que infringe­ alguna de las muchas reglas que gobiernan la conducta de la clase, algo que, entre paréntesis, no es en absoluto inusual en un aula numerosa de primer grado, como es fácil imaginar. En lugar de confrontar al infractor con el hecho o con la sospecha de su infracción y luego proce­der a reprenderlo o amonestarlo, según lo justifiquen las circunstancias, la señora Martin normalmente invi­ta al niño o la niña a considerar sus propias acciones y a categorizarlas de algún modo, a darles una definición. Frecuentemente, estas breves conversaciones se produ­cen cuando la señora Martin se halla sentada al frente del salón, trabajando con uno de los grupos de lectura y el infractor -real o sospechado de serIo- se encuentra en su escritorio o en las mesitas del fondo. Por lo tanto, como en el caso de los diálogos que se mantienen des­pués del recreo, o en el del intercambio a través del aula entre la señora Evans y la señora Martin, que acaba­mos de mencionar, estas comunicaciones comúnmente se mantienen en un tono de voz que permite que toda la clase las oiga. Reproduciré una de tales conversaciones, pero antes describiré brevemente el contexto.
En aritmética, se enseñaba a los alumnos a combi­nar monedas de diferente valor para llegar a una can­tidad dada. Se les mostró, por ejemplo, que la suma de diecisiete centavos podía conformarse con diecisiete monedas de un centavo, o con una de diez más siete de uno, o tres de cinco y dos de uno, etc. Una vez que se hu­bo explicado el procedimiento a la clase en su conjunto y cuando aparentemente todos lo habían comprendido, se pidió a los niños que trabajaran en parejas para de­mostrar en qué medida dominaban el principio. El pro­cedimiento era el siguiente. En una de las mesas del fondo se había colocado una serie de sellos de goma, una almohadilla de tinta y una cajita conteniendo papeletas en blanco. Los cuatro sellos reproducían el anverso de monedas de un centavo, de cinco, de diez y de veinticin­co centavos. En la pizarra del frente había una lista de números que representaban cantidades de dinero, to­das menores que un dólar. La tarea consistía en utili­zar los sellos para imprimir una combinación apropia­da de monedas que diera por resultado cada una de las cantidades requeridas, una solución por papeleta. La maestra revisaría luego si las respuestas eran correctas. Cada niño debía trabajar con un compañero --que com­partía la decisión sobre la combinación de monedas ­al que luego cedía el turno para estampar los sellos. Los alumnos tenían permiso para trabajar en esta tarea si no participaban de una enseñanza formal y con la con­dición de que no hubiera nadie más en la mesa y encon­traran un compañero con quien hacer los cálculos.
Esta mañana en particular, Calvin, que es un niño bastante gracioso, está solo en la mesa, y juguetea con los sellos de goma. La señora Martin, que está sentada al frente del salón con uno de los grupos de lectura, le­vanta la mirada y lo ve.
-Calvin --dice.
-¿Sí? -responde Calvin.
-¿Qué estás haciendo?
-Eh, estoy trabajando con los sellos.
-¿Con quién estás, Calvin?
-¿Eh?
-¿Con quién estás?
-Eh... con mi compañero.
-¿Tienes un compañero, Calvin?
Calvin vuelve lentamente la cabeza hacia la izquier­da y luego, también muy lentamente, hacia la derecha, como si tratara de ver si hay alguien de pie junto a él.
-No--dice.
-¿Qué deberías hacer, Calvin? -pregunta la señora Martin.
Calvin no responde. Regresa a su escritorio y se sienta. La señora Martin retama la actividad con el grupo de lectura.
Veamos otro ejemplo de una situación similar; esta la tomé del cuaderno de apuntes de campo de mi asis­tente: la señora Martin trabaja con un grupo de lectu­ra cuando advierte que Kevin y Judith, sentados uno junto al otro en sus escritorios, están charlando.
-Kevin y Judith, ¿están charlando o ayudando?
-les pregunta.
-Estoy trabajando --dice Kevin.
-Charlando -responde Judith.
La señora Martin hace una pausa y luego pregunta: -¿Crees que puedes estar sentado allí y trabajar tran­quilamente sin charlar con Judith?
-Creo que sí -responde Kevin.
Luego la señora Martin hace la misma pregunta a Judith, quien contesta que cree que tendría que cam­biarse de lugar. La señora Martin la envía a un escrito­rio vacío en el lado opuesto del salón. Varios minutos después, la señora Martin nota que los dos niños están nuevamente charlando en el escritorio de Kevin y vuel­ve a preguntarles si están charlando o ayudando.
-Ayudando -responden los dos a coro.
No puedo resistir la tentación de ofrecer un ejemplo más para agregar variedad a lo que ya he presentado. En este caso, la señora Martin está una vez más con un grupo de lectura cuando observa que Michael merodea el escritorio de la maestra mirando esto y aquello.
-¿Qué buscas, Michael? -pregunta.
-Nada -responde Michael.
-Ah -dice la señora Martin-. Pensé que buscabas algo.
-Continúa mirándolo uno o dos segundos mien­tras el niño regresa tranquilamente a su asiento.
Estas breves interrogaciones, muchas de las cuales se formulan estando ambos interlocutores a varios me­tros de distancia, ocurrían con tanta frecuencia en el aula de la señora Martin que, más allá de acostumbrar­nos a ellas, finalmente terminamos por considerarlas como un modo especial que tiene esa maestra para ma­nejar las interrupciones menores que todo docente a cargo de niños pequeños debe afrontar. Pero nuestras consideraciones fueron un poco más profundas porque ambos sentíamos que la manera en que abordaba la señora Martin tales cuestiones tenía algo que ver con esa sensación agradable que experimentábamos al visi­tar su aula. También sospechábamos (ahora la palabra tiene un tono amistoso) que esa característica del estilo de la señora Martin podía relacionarse con la oportuni­dad que ofrecía a sus alumnos de aprender más sobre sí mismos y el modo en que se entienden las personas.
Desde el punto de vista de los alumnos, un elemento común a todos estos episodios es que al interrogar a los niños, la maestra los invita a salirse de sí mismos, a ver sus acciones en una perspectiva externa y con frecuen­cia a darles un nombre o un rótulo en esa perspectiva. La invitación puede adquirir la forma de una pregunta francamente neutra, como cuando se les dice: «¿Qué es­tás haciendo?» o puede ofrecerles opciones para que los niños las utilicen en su descripción, como cuando la se­ñora Martin pregunta: «¿Estás charlando o ayudan­do?». Ocasionalmente la señora Martin brinda su pro­pia perspectiva, lo cual revela a los alumnos cómo ve realmente otra persona sus acciones, por ejemplo cuando dice a Michael: «Pensé que buscabas algo».
Esta manera de interrogarlos alienta a los niños a convertirse en jueces de sus propias acciones. Sin em­bargo, la libertad para formarse tales juicios, como también lo muestra claramente el proceso, no está para nada exenta de restricciones. Las categorías mediante las cuales se puede juzgar frecuentemente se fijan con anticipación y en general son muy pocas. En el aula hay otras personas presentes que a su vez hacen sus pro­pios juicios -la maestra, los compañeros que miran y a veces uno o dos observadores adultos-, lo cual significa que el juicio de uno puede cotejarse con los de los de­más, pero también implica que existe la posibilidad de que los otros lo discutan, lo pongan en tela de juicio o se manifiesten en desacuerdo. La naturaleza pública del proceso, el hecho de que se les pida a los niños, no sólo que juzguen, sino también que manifiesten sus juicios en voz suficientemente alta para que todos puedan oírlos, por un lado, da lugar a que uno falsifique su res­puesta, pero por el otro, implica un acto de compromiso, una forma de respaldar con la palabra lo que se piensa. En suma, requiere que los niños se vean, si no ya como los ven los demás, al menos como ellos decidan, en esa circunstancia en particular, que los vean los demás.
¿Qué efecto podría producir semejante proceso en aquellos que lo observan, los estudiantes que asisten como espectadores y los investigadores adultos? Evi­dentemente, yo no puedo hablar por los estudiantes, pe­ro me resulta dificil imaginar que el hecho de ser testi­gos día a día de estos pequeños intercambios no ejerza ningún efecto en ellos. ¿Advierten ellos en las pregun­tas que formula la señora Martin el mismo respeto por sus puntos de vista que tanto mi asistente como yo mis­mo percibimos? Insisto, yo no puedo afirmarlo, pero la responsabilidad de la conducta con que respondían los alumnos ciertamente indicaba que tomaban muy seria­mente las preguntas de la maestra, y tal vez esto es to­do lo que podamos llegar a saber sobre el impacto real de esos intercambios.
¿Y qué puedo decir de los dos observadores? ¿Qué efecto nos produjeron aquellos episodios? En nombre de los dos puedo ciertamente afirmar que nos llevaron a incursionar en líneas de pensamiento que resultaron provechosas. En mi caso personal, lo que más me im­presionó en aquella época y que continúa llamándome poderosamente la atención aun ahora, pasados varios meses, es la naturaleza multifacética de cada una de las situaciones que describí y de muchas otras de las que mi asistente y yo tomamos nota y que no he comen­tado aquí. Cada una de ellas, al ser sometida a es­crutinio, adquiere una profundidad psicológica cuya complejidad es a veces pasmosa. En este sentido, po­dría decirse que los pequeños episodios del aula de la señora Martin son como esos guijarros que uno recoge en la playa y que una vez sumergidos en agua clara re­velan colores y complejidades en estratos que maravillan el ojo y estimulan la imaginación. Pero estos suce­sos de aula difieren de los guijarros por el hecho de que sus complejidades siempre incluyen dimensiones mo­rales de algún tipo, o por lo menos eso me pareció a mí.
Consideremos, por ejemplo, el pequeño drama moral encerrado en el breve intercambio mantenido entre Ke­vin, Judith y la señora Martin. Kevin dijo que estaba trabajando, en tanto que Judith prefirió definir su acti­tud como la de estar charlando. Kevin dijo que creía que podía trabajar tranquilamente en el futuro, mientras que Judith reconoció que la tentación de hablar sería demasiado grande y que por lo tanto le convenía cam­biarse de sitio. Unos minutos después, cuando la maes­tra los ve nuevamente charlando en el escritorio de Ke­vin, ambos rápidamente coinciden en afirmar que se están ayudando recíprocamente.
¿Es útil reflexionar sobre lo que ocurrió allí desde el punto de vista de la oposición entre mentir y decir la verdad? No estoy seguro. Resulta tentador llegar a la conclusión de que Kevin mentía al comienzo y Judith decía la verdad, pero entonces, ¿qué podemos decir de la respuesta conjunta a la última pregunta? ¿Mentía ahora Judith junto con Kevin? ¿O decía Kevin ahora la verdad junto con Judith? Fuera lo que fuere, la cuestión no pareció importarle a la señora Martin. Esta no se opuso a la declaración final de los dos niños. La aceptó sin más. ¿Significaba esto que la maestra se había formado el mismo juicio que los alumnos y por lo tanto estaba de acuerdo con ellos o tenía otra razón para actuar como lo hizo? ¿Creyó tal vez que el hecho de que ambos declararan que se estaban ayudando mutua­mente bastaría para hacer realidad esa conducta, aun­que no fuera la verdadera al comienzo? ¿O tenía en mente alguna otra cosa? ¿Qué otra cosa pudo pensar?
Volviendo al episodio de Calvin y los sellos de goma, ¿qué deberíamos opinar de su actitud de mirar metódi­camente a uno y otro lado cuando la señora Martin le preguntó si tenía un compañero? En la perspectiva de la señora Martin, sin duda la pregunta era retórica. Evidentemente, ella podía ver que Calvin no estaba con ningún compañero. Sin embargo, el niño respondió como si no se tratara de una pregunta retórica. La tomó como si se tratara de una requisitoria genuina de infor­mación. ¿Creyó que lo era? ¿Pensó Calvin por un ins­tante que podía haber un compañero a su lado y que él no lo había visto? Seguramente no. Pero entonces, ¿por qué volvió la cabeza como buscándolo? ¿Porque aún no comprendía la significación de una pregunta retórica? ¿Pudo haber estado consciente de que los demás niños (y otro adulto) lo observaban en ese momento y enton­ces optó por ese modo de responder a fin de salvar las apariencias o quizá con la esperanza de hacer reír a sus compañeros? Si lo pensamos bien, ¿por qué formuló la señora Martin la pregunta de ese modo? ¿Es su manera natural de hacer preguntas? ¿Basta con decir que sim­plemente esa es su manera de ser, o debemos suponer que es un modo de preguntar que ella prepara delibera­damente o que tuvo que preparar alguna vez?
Hasta el intercambio con Michael, breve como fue, contenía su parte de misterio y sus matices morales. ¿Qué estaba haciendo Michael junto al escritorio de su maestra? La señora Martin pensó que buscaba algo. Pero, ¿era eso lo que hacía Michael? ¿O sólo estaba ex­plorando ociosamente? ¿Y qué fue lo que en realidad pensó la señora Martin? ¿Sospechó que Michael hacía algo más que mirar?
Uno de los aspectos interesantes de este tipo de re­flexión es que cuando uno comienza a hacerla parece que nunca hay un punto final. Y no es sólo que los even­tos particulares en los cuales uno se concentra parez­can inagotablemente fascinantes y dignos de ser con­templados. Más bien se trata de que uno comienza a preguntarse si todo lo que ocurre en el aula --o en el mundo, si vamos al caso- no adquiriría ese nivel de complejidad si uno le dedicara el tiempo suficiente y lo tomara con toda seriedad. Volviendo a la analogía de los que recolectan piedras y caracolas en la playa, quizá todos los guijarros merezcan recogerse si uno se toma el trabajo de observarlos con la minuciosidad suficiente. Por cierto esto es lo que declaraban los románticos de fines del siglo dieciocho. Es lo que daba a entender Wordsworth cuando decía: «Para mí la flor más insig­nificante que se abre provoca I Pensamientos que a me­nudo yacen demasiado hondo para las lágrimas» (1983, pág. 555). También es lo que nos dice Blake cuando ha­bla de ver «un mundo en un grano de arena IY un cielo en una flor silvestre» (1927, pág. 118).
Pero la visión romántica, por lo menos cuando ad­quiere su forma más extrema, es poco lo que puede au­xiliar al observador de las aulas actuales quien, hablan­do en sentido figurado, no puede ponerse a limpiar y ad­mirar cada guijarro de la playa. Teniendo en cuenta es­ta evidente limitación, la pregunta termina siendo: ¿en qué detenerse y en qué reflexionar entre todas las imá­genes y todos los sonidos que uno presencia? Al llegar a este punto comienzo a recurrir a lo que dije antes acerca de la importancia de las corazonadas, las sospechas, las intuiciones y las demás sensaciones de este tipo. En re­sumen, la regla empírica parece ser: considera lo que te interesa. Sigue tu olfato. Pero para actuar según este consejo es necesario contar con una seguridad y una confianza en uno mismo que no es fácil ni alcanzar ni de mantener. Además, ¿cómo evitar el error cuando se si­gue el olfato?
La respuesta trivial es, por supuesto, que uno no lo evita. Sentirse desorientado de vez en cuando es una parte inevitable del proceso y parte de la diversión, también, cuando las condiciones son las apropiadas. No obstante, una respuesta más seria apelaría a la educa­ción de nuestras sensibilidades, a cómo aprendemos a aguzar nuestro aparato perceptivo y a cómo transfor­mamos lo que sabemos y lo que leemos en hábitos coti­dianos para observar y escuchar mejor. Obviamente, habría mucho más que decir sobre este proceso. Dejo lo poco que sé al respecto para futuros escritos y termino este capítulo con la siguiente fantasía:
Estoy sentado al fondo del aula de la señora Martin en una espléndida mañana primaveral cuando ella levanta la mirada y me ve observando distraídamente a través de la ventana los árboles recién brotados. «¿Qué estás haciendo, Philip?», me pregunta, «¿estás distrayéndote o trabajando?». «Hago las dos cosas, se­ñora», respondo con expresión seria, aunque íntima­mente siento cierta mortificación al saber que mi falta de atención era evidente. «y además hago mucho más que eso», agrego en voz baja. «Aprendo a distraerme y a trabajar. Créase o no, como muchos de sus alumnos, to­davía trato de descubrir cómo buscarme. Pero progreso, señora Martin, progreso». Al llegar a este punto sonrío ampliamente. La señora Martin me devuelve la sonri­sa, sin hacer comentarios, por supuesto. Los niños de su grupo de lectura, cinco de los cuales han estado escu­chando nuestro intercambio, esperan pacientemente recuperar la atención de ella.

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