«Haz que tus
dones fructifiquen»
Aprender a verse [y a buscarse] en un salón de primer grado
Este capítulo trata de lo que presenciaron
dos observadores (mi asistente y yo) durante un período de dos años en un aula
de primer grado de una escuela pública de Chicago. Nuestras observaciones
dieron lugar a dos distintos descubrimientos. Uno concierne a lo que los niños
de ese salón fueron alentados a aprender sobre sí mismos y a lo que pudieron
haber aprendido sobre su maestra durante ese primer año de escuela elemental.
El otro se refiere a lo que aprendimos nosotros sobre el proceso de observación
en aulas, particularmente cuando las razones por las cuales uno se encuentra
en ellas son un poco vagas y no están muy bien definidas, como era nuestro
caso.
En primer lugar, quiero dedicar algunas
palabras al propósito de nuestras visitas y a la investigación más amplia de la
cual estas formaban parte. El proyecto se llamaba Vida Moral de las Escuelas y
su objeto era considerar las diversas maneras en que lo que sucede en las
escuelas y en las aulas podría contribuir -sea positiva, sea negativamente- al
bienestar moral de cada una de las personas presentes, principalmente los
alumnos, por supuesto, pero sin pasar por alto a los docentes ni al resto del
personal escolar. Al diseñar el proyecto, deliberadamente no definimos qué
querían significar frases tales como «vida moral» y «bienestar moral».
Dejamos sin definir estos términos clave en parte porque queríamos que todas
esas definiciones -suponiendo que pudieran darse-- surgieran de nuestra tarea
con los docentes, que serían nuestros socios en la realización del proyecto, y
en parte porque no estábamos en absoluto seguros de lo que tales términos podrían
significar puntualmente en el contexto de una escuela o de un aula.
Naturalmente partimos de la idea de que
las cuestiones morales conciernen principalmente a nociones tales como el
carácter y la virtud; por lo tanto, previmos que, durante nuestras visitas a
las aulas, nuestra tarea se encaminaría a indagar cómo lo que sucedía en ellas
podía cultivar o socavar esas cualidades humanas tan deseables. No obstante,
aparte de esa premisa, teníamos muy pocos preconceptos o ninguno sobre la forma
que adquirirían nuestras observaciones. Por consiguiente, no es exagerado
decir que cuando comenzamos a realizar nuestras visitas en verdad no sabíamos
qué buscábamos, por lo menos no con los detalles suficientes para que ese
conocimiento nos sirviera de guía en nuestras observaciones.
Ahora presentaré algunos datos
rudimentarios del aula que visitamos y de su maestra. Comenzaré con esta
última. Elaine Martin, como la nombraré aquí, es una mujer de poco menos de
cuarenta años que ha enseñado durante los últimos quince en escuelas públicas,
principalmente en primer grado, y ha permanecido en su puesto actual durante
cinco años. Es una mujer de aspecto agradable, pelo castaño cobrizo, una
sonrisa amistosa y una manera de ser muy acogedora. Está casada y tiene dos
hijos.
Durante cada uno de los dos años que
duraron nuestras visitas, la clase de la señora Martin estuvo compuesta por
veintiocho alumnos. La composición racial, que también permaneció prácticamente
constante durante ese período, era la siguiente: una cantidad casi igual de
alumnos caucásicos y afronorteamericanos y cuatro o cinco niños con ascendencia
asiática.
La escuela Howe, en la que trabaja la
señora Martin, ocupa un edificio de tres pisos, una estructura de ladrillos
construida a fines del siglo XIX, con un edificio anexo de una sola planta, también
de ladrillos, construido mucho más recientemente, en el que se hallan los primeros
grados. La construcción anexa, donde está situada el aula de la señora Martin,
está separada del edificio principal por un patio cubierto con piso de cemento
que contiene toboganes y subibajas y algunos otros juegos. Allí es donde se
reúnen los niños antes de comenzar las clases y durante los recreos.
Estructuralmente,
el aula de la señora Martin es rectangular con forma de caja. Las paredes
interiores son de bloques de cemento con ventanas que dan a una galería que
corre por casi todo uno de los muros laterales. El suelo está cubierto con
revestimiento plástico de un color indefinido y los artefactos de iluminación,
que cuelgan de delgados cordeles blancos desde un cielo raso situado a algo más
de tres metros de altura, son fluorescentes. En la pared del frente están las
pizarras; la pared opuesta a las ventanas está cubierta por tableros de
anuncios que se extienden desde el nivel de la cintura hasta la altura que
puede alcanzar una persona adulta. Finalmente, en la pared del fondo se alinean
los armarios metálicos destinados a que los niños guarden sus abrigos y
pertenencias personales. Junto a las paredes de los costados se han ubicado
estantes para libros y unas pocas mesas bajas. En el fondo del salón hay una o
dos mesas adicionales. Los escritorios y las sillas de los niños ocupan el
centro del aula. El escritorio de la señora Martin está situado en un ángulo,
al frente, junto a la ventana. También en el frente, en el ángulo opuesto,
junto a la pizarra y con una pequeña alfombra a los pies, hay una silla de las
dimensiones apropiadas para una persona adulta donde se sienta la señora
Martin cuando trabaja con los grupos de lectura, una actividad que ocupa una
parte importante de la jornada escolar.
Es casi imposible
catalogar de una manera completa los elementos de trabajo adicionales del aula
de la señora Martin -los contenidos de los tableros de anuncios, los objetos
que están sobre las mesas y los estantes, los mensajes de la pizarra, etc.-, en
parte porque son demasiado numerosos y en parte porque cambian de una semana a
otra y a veces de un día para el siguiente. Baste decir que el aula, como la
mayor parte de las aulas de la escuela elemental, ofrece un entorno visual muy
estimulante. Hay mucho para observar y mucho para descubrir, aparte de la
actividad de los ocupantes del salón. Algunos de los objetos en exhibición
parecen ser puramente decorativos, como la reproducción de una pintura
abstracta que cuelga sobre la pizarra o el marco decorado que rodea los
tableros de anuncios, pero la mayor parte de lo que se ve cuando se recorre
distraídamente con la vista la habitación es de uso pedagógico evidente, o lo
fue en algún momento. Hay una cantidad de gráficos, mapas, calendarios, listas
de diferentes tipos, obras de arte hechas por los propios alumnos, papeles
con escalas graduadas, recortes de periódicos y revistas, una jaula para hamsters,
un terrario, un sacapuntas, una computadora, botellas y jarras de variados
tamaños, un par de reglas, unas plantas en diversos estadios de salud y muchas
cosas más.
A decir verdad, el
salón de la señora Martin presenta algo más que un ambiente visualmente
«activo» en el cual un visitante interesado se pudiera sentir provechosamente
absorbido. Parece directamente desordenado, casi revuelto, o por lo menos esa
fue la impresión que me dio el día que entré para comenzar mis observaciones.
Varios estantes desbordaban de libros, muchos de ellos colocados boca abajo o
al revés. Las mesitas de los costados tenían objetos apilados. Bajo las mesas
yen las esquinas podían verse cajas de cartón, muchas de las cuales contenían
objetos (un polvoriento globo terráqueo, por ejemplo) que aparentemente no
habían sido utilizados y ni siquiera tocados durante un buen tiempo. Por lo
demás, las condiciones que observé ese primer día continuaron siendo casi
exactamente las mismas durante todo el tiempo que duraron nuestras visitas de
observación. El desorden disminuía un poco de vez en cuando (lo hizo de manera
notable uno o dos días después de que yo le mencionara al pasar algo en ese
sentido a la señora Martin), pero tras cada intento esporádico de acomodar las
cosas, el salón volvía pronto a recuperar su desorden habitual.
La vista de semejante desbarajuste al
principio nos resultó perturbadora, tanto a mí mismo como a mi asistente,
porque no sabíamos cómo interpretar aquello. ¿Era señal de una maestra
descuidada, de alguien que no se interesaba por su trabajo? ¿O significaba que
esa persona tenía otras cosas, quizá más importantes, de las que ocuparse? Mi
propia oficina de la universidad, después de todo, jamás obtendría un premio a
la pulcritud, y sin embargo yo no querría que nadie supusiera, basándose en su
apariencia desordenada, que me importa poco lo que hago. Por el contrario, la
razón de que mi escritorio y las superficies adyacentes están tapadas por pilas
de libros y papeles (me digo a mí mismo) es precisamente que yo me preocupo
demasiado por otras cuestiones más importantes para molestarme en atender
semejantes trivialidades. Quizá la señora Martin pensara lo mismo que yo. Por
lo menos esa era una posibilidad.
La avalancha de conjeturas sobre este
estado de cosas no terminó con mi primera visita. Los días siguientes seguí
preguntándome por la significación eventual que ese desorden pudiera tener para
el proyecto en el que yo acababa de embarcarme. ¿Tenía el desorden del aula
alguna significación moral? ¿Era una forma de comunicar tácitamente a
los alumnos que la pulcritud y el orden carecían de importancia? ¿Podría
contribuir a explicar, por ejemplo, el caos que los alumnos tenían en el
interior de sus pupitres? ¿O simplemente había sido una tontería de mi parte
fijar la atención en un asunto tan superficial? ¿Debí tomarme la molestia de
anotar esta observación? ¿El hecho de haberme absorbido en este aspecto de la
apariencia del aula dice en definitiva algo sobre mí? Aunque no tenía
ninguna idea clara de hacia dónde apuntaba esa meditación, durante aquellas
primeras visitas sentía que lo que yo buscaba a tientas iba mucho más allá de
saber qué impresión me producía el desorden evidente del aula de la señora
Martin, por significativo o insignificante que ese estado de cosas pudiera
eventualmente resultar. En realidad yo me preguntaba cómo deberíamos observar a
los maestros y a sus aulas si nos interesamos en su forma y su sustancia
morales, en su potencial moral, podríamos decir. También quería saber cómo
encajaba yo en el proceso, cómo encajaban mis reacciones e intuiciones
personales tales como el vago sentimiento de incomodidad y confusión que me
había provocado el desorden que imperaba en el salón.
Sentía yo que buscar la trascendencia
moral de las cosas, signifique esto lo que signifique, me exigiría, para observar
lo que ocurría, alcanzar una sintonía más fina y un nivel de atención más
esmerada que nunca antes había necesitado. Pero, al mismo tiempo, no estaba
seguro de cuánto debía confiar en mis reacciones personales ante lo que
presenciaba. Sospechaba que esto o aquello podían ser elementos
significativos, pero ¿en qué medida eran útiles las sospechas? En realidad, uno
de mis mayores recelos, por lo menos inicialmente, estuvo reservado para esa
vocecita interior que continuaba diciéndome: «Sigue tus intuiciones».
A medida que nuestro trabajo en el
proyecto progresaba, aprendí a escuchar con más atención esa voz interior y
lo mismo le ocurrió a mi asistente. Creo que nuestra experiencia en el aula de
la señora Martin contribuyó a que así fuera. Llegamos a confiar en nosotros
mismos como una función parcial de llegar a confiar en la señora Martin. O por
lo menos así nos pareció. Los dos procesos ciertamente fueron de la mano.
Además, sospecho (¡otra vez esa palabrita!) que algo semejante les sucedía a
muchos, si no ya a la mayor parte de los veintiocho alumnos de ese primer
grado. Porque también ellos ganaron más confianza y más seguridad en sí mismas
a medida que transcurría el año. Aunque no podamos explicar clara y cabalmente
ninguno de estos dos conjuntos de cambios -los que experimentamos nosotros y
los que se dieron en los niños-, estamos persuadidos de que hoy comprendemos
algunos de los factores que contribuyeron a provocarlos, particularmente los
referidos al papel de la señora Martin en el proceso. Sin embargo, comprender
siquiera eso nos pareció entonces un verdadero logro, tras meses de algo que
por momentos parecía un esfuerzo inútil. Aunque nuestras percepciones aún son
sólo tentativas y nos dejan a una distancia considerable de lo que sería
descifrar el código del modo de observar una escuela o un aula desde un punto
de vista moral (si es que en realidad hay algún código para descifrar), ellas
nos han permitido avanzar un paso en esa dirección o por lo menos lo creemos
firmemente. A fin de compartir con los lectores las bases de nuestra convicción
y transmitir al mismo tiempo una sensación de su desarrollo gradual, debo
volver brevemente al desorden que desencadenó mis reflexiones desde el fondo
del salón.
¿Qué ocurrió con aquellas inquietudes
iniciales? Me complace decir que desaparecieron pronto. Téngase en cuenta que,
como ya lo mencioné, el desorden persistió. Lo que desapareció fue mi
preocupación por él. Amedida que empecé a interesarme más en otras cosas que
sucedían en el aula, comencé a pasarlo por alto. Finalmente, lo olvidé por
completo, o casi. Lo que en verdad ocurrió, en un nivel más emocional, fue que perdoné
a la señora Martin por su falta de pulcritud, al modo en que uno podría
perdonar a un profesor por ser distraído o a un luchador por ser poco
agraciado. Y lo hice porque comencé a reconocer lo que, en el contexto de
nuestro proyecto, no puedo llamar de otro modo que «las virtudes redentoras»
de la señora Martin.
Pero ni siquiera esto pinta exactamente la
secuencia de eventos. Lo primero que ocurrió fue que mi asistente y yo
empezamos a disfrutar de nuestras visitas al aula de la señora Martin sin
siquiera saber por qué .. Simplemente nos gustaba estar allí. Lo que sigue es
un extracto del cuaderno de notas de campo de mi asistente, escritas un día
en el que no tenía ganas de abandonar la comodidad de su estudio. El párrafo
refleja también mi pensamiento.
No tenía ganas de visitar ninguna clase; prefería
permanecer en mi claustro y escribir, pero tan pronto como crucé el vano de la
puerta del aula de Elaine, me sentí encantado de estar allí. El efecto fue instantáneo
y sorprendente. De pie en el pasillo ante la puerta de entrada consideré la
posibilidad de no entrar, pero en cuanto lo hice me invadió la vitalidad que
irradiaba el salón.
Pasados
algunos meses, tras no visitar el aula de la señora Martin durante un tiempo,
mi asistente escribió:
Siempre abandono el aula de Elaine -incluso ahora que
ha pasado un buen tiempo desde la última vez que la visité- con una sensación
de placer y luminosidad... Tengo que estar consciente de ese sentimiento y
prestar atención al modo en que puede teñir mis percepciones de lo que ocurre
en el salón de Elaine.
Encantado de
estar allí. Placer y luminosidad. Instantáneo y sorprendente. Me invadió la
vitalidad. Yo mismo
compartí todas esas reacciones. ¿Cómo es posible? ¿Qué las provocó? Tengo dos
respuestas rápidas para esas preguntas, una positiva y otra negativa, pero,
desgraciadamente, ninguna de ellas es satisfactoria. La respuesta negativa dice
que sea lo que fuere lo que hacía del aula de la señora Martin un sitio
atractivo, es algo que no puede señalarse concretamente. La respuesta positiva
llama a ese efecto el «clima del aula», y atribuye sentido a esa expresión
basándose en el uso ampliamente difundido que tiene entre los docentes. Por
supuesto, ambas respuestas son correctas, pero ninguna de ellas nos lleva muy
lejos. Lo que tienen de cierto es que reconocen que las cualidades morales de
una persona o de una situación parecen flotar en el aire. Forman parte de la
atmósfera. Uno las intuye antes de poder expresarlas. Por ello es de vital
importancia que, en nuestra condición de observadores del aula, permanezcamos
en contacto con los propios sentimientos. Pero aun habiendo captado
sensiblemente tales cualidades, la tarea de expresión continúa siendo difícil.
Y así lo fue en el caso de nuestra reacción compartida ante lo que sucedía en
el aula de la señora Martin.
Una vez más, pues, ¿qué tenían el salón o
la propia señora Martin que provocaban esa atracción? Mi primera suposición
fue que aquello tenía algo que ver con la manera en que la maestra interactuaba
con los niños (y quizá también con nosotros), algo relacionado con su franqueza
y candor al vérselas en situaciones que otros podrían haber manejado de un modo
más circunspecto y hasta reservado. Daré aquí dos ejemplos.
Después del recreo, los días en que la
maestra no debe cumplir además tareas de supervisión y por lo tanto permanece
adentro, los niños que estuvieron afuera regresan al aula con diferentes
disposiciones para reanudar sus tareas escolares. Algunos están excitados,
otros cansados, unos pocos se sientan naturalmente en su silla y, casi
invariablemente, uno o dos tienen alguna historia que contar a la maestra, a
veces llorando, sobre lo que sucedió en el patio de juegos. Muchos de los
relatos tienen que ver con injusticias y crueldades. A menudo incluyen
acusaciones. Martha le quitó con violencia su pelota a Sarah. Freddy empujó a
Billy y luego lo pateó cuando este estaba en el suelo. Un agresor desconocido
golpeó a Inez por la espalda mientras ella se colgaba en los juegos. Y así una
calamidad detrás de otra. No siempre queda claro qué esperan los niños que
haga la señora Martin en relación con sus relatos de infortunios. A veces todo
lo que parecen desear es un poco de simpatía, pero en otras ocasiones es
evidente que piden alguna venganza y esperan que sea la señora Martin quien la
administre, en forma de castigo o de reprimenda, tal vez.
La señora Martin
siempre toma muy en serio estos incidentes, pero casi nunca los trata en
privado. Aun cuando se inclina para reconfortar a un niño que llora, rara vez
se dirige a él en un tono bajo. Por el contrario, discute lo ocurrido en un
tono de voz que transmite simpatía y preocupación y que además habitualmente
puede oírse desde varios metros a la redonda, incluso con frecuencia desde la
otra punta del salón. Como resultado de ello, lo que podría haber sido un téte-a-téte
se convierte en realidad en un intercambio semipúblico que puede ser
presenciado y oído por todos.
La franqueza que
caracteriza a estas conversaciones produce un extraño efecto. En lugar de
aguijonear la curiosidad de los demás niños e impulsarlos a acercarse para
saber más sobre lo que sucedió, como se podría suponer que ocurriría, la manera
natural de manejar la situación que tiene la señora Martin parece ejercer un
efecto calmante. Como pueden oír fácilmente lo que se dice sin tener que
pararse junto a la señora Martin y el niño que se queja, los alumnos permanecen
en sus asientos o continúan haciendo lo habitual: se quitan los abrigos, toman
un libro, sacan punta a los lápices, etc. Muchos prestan obvia atención a lo
que se dice, pero son muy pocos los que parecen morbosamente curiosos en
relación con el episodio.
Me parece que la
conducción de estos breves intercambios, además de expresar la preocupación de
la maestra, transmite algo más a la clase en su conjunto. La naturaleza
semipública de esas conversaciones anuncia a todos y cada uno de los alumnos
que en esa aula hay muy pocos secretos, pocos temas de los cuales no se pueda
hablar con la franqueza y el volumen de voz suficientes para que todos puedan
oídos. No hace falta andar murmurando a espaldas de la gente, acusándola de
esto o de aquello. ¿Tienes algo de qué quejarte? Pues bien, discútelo en voz
alta y trátalo a cielo abierto, del mismo modo en que podrías hablar de una
dificultad que tienes en aritmética o en lectura. Prácticamente resulta
imposible distinguir la voz de consuelo de la voz de enseñanza.
Veamos otro
ejemplo de un fenómeno similar. Lo tomo del cuaderno de notas de mi asistente.
La situación que se señala allí es la siguiente: una o dos veces por semana,
la señora Evans, voluntaria que además es jubilada, visita el aula de la
señora Martin para ayudar a los niños con la ortografía. La señora Evans
trabaja con un grupo pequeño de niños en una de las mesas bajas situadas al
fondo del aula mientras la señora Martin trabaja con grupos de lectura en el
rincón del frente junto a la pizarra. Ese día en particular, los niños que
estaban con la señora Evans hacían algo más de alboroto de lo que ambas
mujeres consideraban aceptable. Esta situación dio lugar a una conversación
que mi asistente describió del modo siguiente:
La señora Evans dijo: «Esto no me gusta. No me gusta
que los niños no hagan más que jugar». Aparentemente se dirigía a Elaine (la
señora Martin). Entonces Elaine le respondió que si los niños no se comportaban
como debían o no hacían lo que debían hacer, la señora Evans podía enviarlos a
sus asientos. «Me encanta ayudarlas», continuó la señora Evans, «pero ellos
deben trabajar». El contenido de la conversación era menos interesante que su
naturaleza. Eran dos mujeres que charlaban entre sí de una punta a la otra del
salón y actuaban como si estuvieran sentadas una junto a la otra. Hablaban
entre sí cuando en realidad quedaba claro que querían hablarles a los niños.
Comunicaban un mensaje a los alumnos [que se hallaban en la mesa de la señora
Evans] pero lo hacían hablando entre ellas, permitiendo en cierto sentido que
los niños oyeran casualmente sus pensamientos y quizá ... sacaran sus propias
conclusiones.
La frase «permitiendo que los niños oyeran
casualmente sus pensamientos» ciertamente resume lo que sucedía en esa
situación, pero yo interpreto que hacía algo más. Para mí esa frase evoca el
trabajo de un mago o de alguna otra persona con poderes mágicos, tal vez como
un maestro, a los ojos de un niño de primer grado. Después de todo, los
pensamientos no pueden oírse al pasar, salvo que se los exprese en voz alta y
en ese caso ya no son meros pensamientos. ¿O lo son? ¿Cuál es la diferencia
entre lo que pensamos y lo que decimos? ¿Hay alguna diferencia? ¿Debe
necesariamente haberla?
Tengo mis dudas de que los pensamientos de
los niños se orientaran en realidad en esas direcciones cuando oían por
casualidad lo que decían las dos mujeres, pero no me sorprendería descubrir que
pensaban cosas que rebasaban mucho el contenido de la conversación misma.
Porque estoy convencido de que detrás de los comentarios casuales,
aparentemente inocentes de la señora Martin y la señora Evans, se esconden cuestiones
de una significación más profunda, como ocurría en el caso de las
conversaciones mantenidas después del recreo. Esta vez como aquella, una de las
cosas que se desdibujaban -que se borraban temporalmente, podríamos decir- era
la línea entre lo público y lo privado, entre lo que está destinado a ser oído
por todos y lo que uno podría confiar a un compañero. ¿Qué importancia adquiere
la eliminación de esa línea? ¿Es sólo un truco pedagógico, una manera astuta de
transmitir una advertencia que de otro modo se desoiría? Ciertamente, esta es
una lectura posible. En verdad, tal vez eso era todo lo que las mujeres
pretendían conseguir en ese momento. Sin embargo, no puedo evitar suponer que
se lograba algo más, aunque no necesariamente de manera deliberada, y tal vez
sin que nadie tuviera conciencia real de ello.
En primer lugar, sospecho que sucesos
minúsculos, como el que acabo de referir, contribuyen, aunque sólo sea infinitesimalmente,
a esa calidad de franqueza y candor que mi asistente y yo hallábamos tan
atractiva. Lo que se transmite en ese breve intercambio es una variación del
mensaje implícito que comentábamos antes, es decir, que este es un salón en el
que hay muy pocos secretos, en él los canales de comunicación están habitualmente
abiertos y el volumen del habla -por lo menos cuando aquello de lo que se habla
se refiere a cuestiones de conducta- es lo suficientemente alto para que todos
puedan oírlo. Los intercambios semipúblicos como este invitan a quienes los
presencian a sacar una variedad de conclusiones sobre las personas que hablan
y sobre las relaciones entre lo que se dice y las propias opiniones y juicios
personales. En suma, alientan a quienes los escuchan a situarse en
relación con el contenido de la conversación y, si es necesario, a tomar
partido respecto de lo que se dice. Cuando durante un período extenso se nos
ofrecen repetidamente tales invitaciones breves a formar nuestros propios juicios,
nuestras relaciones con los que hablan comienzan a cristalizarse. Descubrimos
que tal persona empieza a agradarnos y que tal otra nos desagrada, que confiamos
en una y desconfiamos de otra y así sucesivamente. También, de a poco, vamos
viendo que nosotros mismos ocupamos una posición en relación con aquellas personas
que nos agradan o nos desagradan, aquellas en quienes confiamos y aquellas que
nos despiertan recelos. Algunas no sólo nos agradan; además estamos
de acuerdo con ellas. No sólo confiamos en ellas; las buscamos cuando
nos hacen falta. Todo esto puede resumirse diciendo que llegamos a conocer a
las personas, y a menudo nos formamos firmes opiniones sobre ellas, después de
haber compartido un tiempo juntas. Seguramente, nada de esto es original. Sin
embargo, vale la pena hacer dos observaciones sobre este lugar común, cada una
de las cuales tiene especial relevancia para lo que observamos que ocurría en
el aula de la señora Martin.
La primera es que
esas relaciones entre nosotros y lo que nos rodea, que evolucionan gradualmente
sin que tengamos plena conciencia de ello, como ocurre en muchos casos, no
suelen ayudarnos a explicar las razones por las cuales sentimos o pensamos como
lo hacemos. Terminamos experimentando agrado o desagrado por una persona, un
lugar o una cosa, y sin embargo nos vemos en apuros cuando queremos explicar
por qué. La ausencia de explicaciones precisas para estos apegos y estas
aversiones adquiere especial significación en la perspectiva de los docentes
que tienen a su cargo a niños pequeños, pues, como sabemos, a esa edad temprana
se definen gustos y desagrados fundamentales (el gusto por la lectura, por
ejemplo, o el gusto por la escuela en general). Pero, precisamente entonces, la
capacidad para atribuir causas es mínima. Por lo tanto, no debería
sorprendernos comprobar, como es típico que lo hagamos, que los niños no pueden
decirnos mucho sobre por qué les gusta o les disgusta esto o aquello de
la escuela y descubrir que las explicaciones que dan -«Ella es mala», «El es
agradable», «Eso es difíci1», «Esto es divertido»- están demasiado abreviadas
para permitirnos una percepción cierta. En mi opinión, esto implica que quienes
estudiamos las escuelas y las aulas tenemos que desarrollar una sensibilidad
especial para las fuerzas relativamente benignas, esos equivalentes educativos
del viento· y la lluvia, que sin duda contribuyen a curtir lentamente la
psique de los niños.
La segunda
observación que quiero hacer acerca de este proceso tan común, mediante el cual
llegamos a profundizar nuestra comprensión de nosotros mismos y de los demás,
es que, en este sentido, ciertas experiencias nos alientan a ser más
indagadores y aventureros que otras. Este hecho se hace cada vez más evidente a
nuestros ojos de observadores cuando comenzamos a advertir que las
conversaciones que describimos mi asistente y yo adquieren nueva significación
como parte de una configuración más amplia de interacciones cuyo impacto
potencial en los alumnos de la clase nos pareció digno de señalar. Esa
configuración mayor no se nos manifestó repentinamente. En realidad, sólo comenzamos
a notarla después de haber visitado varias veces el aula y de haber conocido no
sólo las rutinas cotidianas, sino la idiosincrasia de muchos de los alumnos.
Ese proceso de aclimatación nos llevó varios meses y es importante señalarlo
por lo que ello implica cuando se emprende una investigación como la que
hacíamos. Es posible que otros investigadores hubieran advertido lo que
nosotros vimos y hubieran comprendido su significación mucho más rápidamente,
pero, en ese caso, yo diría que fueron observadores más afortunados y no más
perspicaces que nosotros. Porque no conozco ningún atajo que permita descubrir
al instante la significación potencial de los aspectos corrientes y enigmáticos
de la vida de un aula. En realidad, ni siquiera estoy seguro de haber captado
aún plenamente la significación de lo que pasaré a describir.
La señora Martin hace algo levemente fuera
de lo común cuando llama la atención a un alumno que infringe abiertamente
--o que ella sospecha que infringe alguna de las muchas reglas que
gobiernan la conducta de la clase, algo que, entre paréntesis, no es en absoluto
inusual en un aula numerosa de primer grado, como es fácil imaginar. En lugar
de confrontar al infractor con el hecho o con la sospecha de su infracción y
luego proceder a reprenderlo o amonestarlo, según lo justifiquen las
circunstancias, la señora Martin normalmente invita al niño o la niña a
considerar sus propias acciones y a categorizarlas de algún modo, a darles una
definición. Frecuentemente, estas breves conversaciones se producen cuando la
señora Martin se halla sentada al frente del salón, trabajando con uno de los
grupos de lectura y el infractor -real o sospechado de serIo- se encuentra en
su escritorio o en las mesitas del fondo. Por lo tanto, como en el caso de los
diálogos que se mantienen después del recreo, o en el del intercambio a través
del aula entre la señora Evans y la señora Martin, que acabamos de mencionar,
estas comunicaciones comúnmente se mantienen en un tono de voz que permite que
toda la clase las oiga. Reproduciré una de tales conversaciones, pero antes
describiré brevemente el contexto.
En aritmética, se enseñaba a los alumnos a
combinar monedas de diferente valor para llegar a una cantidad dada. Se les
mostró, por ejemplo, que la suma de diecisiete centavos podía conformarse con
diecisiete monedas de un centavo, o con una de diez más siete de uno, o tres de
cinco y dos de uno, etc. Una vez que se hubo explicado el procedimiento a la
clase en su conjunto y cuando aparentemente todos lo habían comprendido, se
pidió a los niños que trabajaran en parejas para demostrar en qué medida
dominaban el principio. El procedimiento era el siguiente. En una de las mesas
del fondo se había colocado una serie de sellos de goma, una almohadilla de
tinta y una cajita conteniendo papeletas en blanco. Los cuatro sellos
reproducían el anverso de monedas de un centavo, de cinco, de diez y de
veinticinco centavos. En la pizarra del frente había una lista de números que
representaban cantidades de dinero, todas menores que un dólar. La tarea
consistía en utilizar los sellos para imprimir una combinación apropiada de
monedas que diera por resultado cada una de las cantidades requeridas, una
solución por papeleta. La maestra revisaría luego si las respuestas eran
correctas. Cada niño debía trabajar con un compañero --que compartía la decisión
sobre la combinación de monedas al que luego cedía el turno para estampar los
sellos. Los alumnos tenían permiso para trabajar en esta tarea si no
participaban de una enseñanza formal y con la condición de que no hubiera
nadie más en la mesa y encontraran un compañero con quien hacer los cálculos.
Esta mañana en particular, Calvin, que es
un niño bastante gracioso, está solo en la mesa, y juguetea con los sellos de
goma. La señora Martin, que está sentada al frente del salón con uno de los
grupos de lectura, levanta la mirada y lo ve.
-Calvin
--dice.
-¿Sí?
-responde Calvin.
-¿Qué
estás haciendo?
-Eh,
estoy trabajando con los sellos.
-¿Con
quién estás, Calvin?
-¿Eh?
-¿Con
quién estás?
-Eh...
con mi compañero.
-¿Tienes
un compañero, Calvin?
Calvin vuelve lentamente la cabeza hacia
la izquierda y luego, también muy lentamente, hacia la derecha, como si
tratara de ver si hay alguien de pie junto a él.
-No--dice.
-¿Qué
deberías hacer, Calvin? -pregunta la señora Martin.
Calvin no responde. Regresa a su
escritorio y se sienta. La señora Martin retama la actividad con el grupo de
lectura.
Veamos otro ejemplo de una situación
similar; esta la tomé del cuaderno de apuntes de campo de mi asistente: la
señora Martin trabaja con un grupo de lectura cuando advierte que Kevin y
Judith, sentados uno junto al otro en sus escritorios, están charlando.
-Kevin
y Judith, ¿están charlando o ayudando?
-les
pregunta.
-Estoy
trabajando --dice Kevin.
-Charlando
-responde Judith.
La señora Martin hace una pausa y luego
pregunta: -¿Crees que puedes estar sentado allí y trabajar tranquilamente sin
charlar con Judith?
-Creo
que sí -responde Kevin.
Luego la señora Martin hace la misma
pregunta a Judith, quien contesta que cree que tendría que cambiarse de lugar.
La señora Martin la envía a un escritorio vacío en el lado opuesto del salón.
Varios minutos después, la señora Martin nota que los dos niños están
nuevamente charlando en el escritorio de Kevin y vuelve a preguntarles si
están charlando o ayudando.
-Ayudando
-responden los dos a coro.
No puedo resistir la tentación de ofrecer
un ejemplo más para agregar variedad a lo que ya he presentado. En este caso,
la señora Martin está una vez más con un grupo de lectura cuando observa que
Michael merodea el escritorio de la maestra mirando esto y aquello.
-¿Qué
buscas, Michael? -pregunta.
-Nada
-responde Michael.
-Ah
-dice la señora Martin-. Pensé que buscabas algo.
-Continúa
mirándolo uno o dos segundos mientras el niño regresa tranquilamente a su asiento.
Estas breves interrogaciones, muchas de
las cuales se formulan estando ambos interlocutores a varios metros de
distancia, ocurrían con tanta frecuencia en el aula de la señora Martin que,
más allá de acostumbrarnos a ellas, finalmente terminamos por considerarlas
como un modo especial que tiene esa maestra para manejar las interrupciones
menores que todo docente a cargo de niños pequeños debe afrontar. Pero nuestras
consideraciones fueron un poco más profundas porque ambos sentíamos que la
manera en que abordaba la señora Martin tales cuestiones tenía algo que ver con
esa sensación agradable que experimentábamos al visitar su aula. También
sospechábamos (ahora la palabra tiene un tono amistoso) que esa característica
del estilo de la señora Martin podía relacionarse con la oportunidad que
ofrecía a sus alumnos de aprender más sobre sí mismos y el modo en que se
entienden las personas.
Desde el punto de vista de los alumnos, un
elemento común a todos estos episodios es que al interrogar a los niños, la
maestra los invita a salirse de sí mismos, a ver sus acciones en una
perspectiva externa y con frecuencia a darles un nombre o un rótulo en esa
perspectiva. La invitación puede adquirir la forma de una pregunta francamente
neutra, como cuando se les dice: «¿Qué estás haciendo?» o puede ofrecerles
opciones para que los niños las utilicen en su descripción, como cuando la señora
Martin pregunta: «¿Estás charlando o ayudando?». Ocasionalmente la señora
Martin brinda su propia perspectiva, lo cual revela a los alumnos cómo ve
realmente otra persona sus acciones, por ejemplo cuando dice a Michael: «Pensé
que buscabas algo».
Esta manera de interrogarlos alienta a los
niños a convertirse en jueces de sus propias acciones. Sin embargo, la
libertad para formarse tales juicios, como también lo muestra claramente el
proceso, no está para nada exenta de restricciones. Las categorías mediante las
cuales se puede juzgar frecuentemente se fijan con anticipación y en general
son muy pocas. En el aula hay otras personas presentes que a su vez hacen sus
propios juicios -la maestra, los compañeros que miran y a veces uno o dos
observadores adultos-, lo cual significa que el juicio de uno puede
cotejarse con los de los demás, pero también implica que existe la posibilidad
de que los otros lo discutan, lo pongan en tela de juicio o se
manifiesten en desacuerdo. La naturaleza pública del proceso, el hecho de que
se les pida a los niños, no sólo que juzguen, sino también que manifiesten sus
juicios en voz suficientemente alta para que todos puedan oírlos, por un lado,
da lugar a que uno falsifique su respuesta, pero por el otro, implica un acto
de compromiso, una forma de respaldar con la palabra lo que se piensa. En suma,
requiere que los niños se vean, si no ya como los ven los demás, al menos como
ellos decidan, en esa circunstancia en particular, que los vean los demás.
¿Qué efecto podría producir semejante
proceso en aquellos que lo observan, los estudiantes que asisten como
espectadores y los investigadores adultos? Evidentemente, yo no puedo hablar
por los estudiantes, pero me resulta dificil imaginar que el hecho de ser
testigos día a día de estos pequeños intercambios no ejerza ningún efecto en
ellos. ¿Advierten ellos en las preguntas que formula la señora Martin el mismo
respeto por sus puntos de vista que tanto mi asistente como yo mismo
percibimos? Insisto, yo no puedo afirmarlo, pero la responsabilidad de la
conducta con que respondían los alumnos ciertamente indicaba que tomaban muy
seriamente las preguntas de la maestra, y tal vez esto es todo lo que podamos
llegar a saber sobre el impacto real de esos intercambios.
¿Y qué puedo decir de los dos
observadores? ¿Qué efecto nos produjeron aquellos episodios? En nombre de los
dos puedo ciertamente afirmar que nos llevaron a incursionar en líneas de
pensamiento que resultaron provechosas. En mi caso personal, lo que más me impresionó
en aquella época y que continúa llamándome poderosamente la atención aun ahora,
pasados varios meses, es la naturaleza multifacética de cada una de las
situaciones que describí y de muchas otras de las que mi asistente y yo tomamos
nota y que no he comentado aquí. Cada una de ellas, al ser sometida a escrutinio,
adquiere una profundidad psicológica cuya complejidad es a veces pasmosa. En
este sentido, podría decirse que los pequeños episodios del aula de la señora
Martin son como esos guijarros que uno recoge en la playa y que una vez
sumergidos en agua clara revelan colores y complejidades en estratos que maravillan
el ojo y estimulan la imaginación. Pero estos sucesos de aula difieren de los
guijarros por el hecho de que sus complejidades siempre incluyen
dimensiones morales de algún tipo, o por lo menos eso me pareció a mí.
Consideremos, por ejemplo, el pequeño
drama moral encerrado en el breve intercambio mantenido entre Kevin, Judith y
la señora Martin. Kevin dijo que estaba trabajando, en tanto que Judith
prefirió definir su actitud como la de estar charlando. Kevin dijo que creía
que podía trabajar tranquilamente en el futuro, mientras que Judith reconoció
que la tentación de hablar sería demasiado grande y que por lo tanto le
convenía cambiarse de sitio. Unos minutos después, cuando la maestra los ve
nuevamente charlando en el escritorio de Kevin, ambos rápidamente coinciden en
afirmar que se están ayudando recíprocamente.
¿Es útil reflexionar sobre lo que ocurrió
allí desde el punto de vista de la oposición entre mentir y decir la verdad? No
estoy seguro. Resulta tentador llegar a la conclusión de que Kevin mentía al
comienzo y Judith decía la verdad, pero entonces, ¿qué podemos decir de la
respuesta conjunta a la última pregunta? ¿Mentía ahora Judith junto con Kevin?
¿O decía Kevin ahora la verdad junto con Judith? Fuera lo que fuere, la
cuestión no pareció importarle a la señora Martin. Esta no se opuso a la
declaración final de los dos niños. La aceptó sin más. ¿Significaba esto que la
maestra se había formado el mismo juicio que los alumnos y por lo tanto estaba
de acuerdo con ellos o tenía otra razón para actuar como lo hizo? ¿Creyó tal
vez que el hecho de que ambos declararan que se estaban ayudando mutuamente
bastaría para hacer realidad esa conducta, aunque no fuera la verdadera al
comienzo? ¿O tenía en mente alguna otra cosa? ¿Qué otra cosa pudo pensar?
Volviendo al episodio de Calvin y los
sellos de goma, ¿qué deberíamos opinar de su actitud de mirar metódicamente a
uno y otro lado cuando la señora Martin le preguntó si tenía un compañero? En
la perspectiva de la señora Martin, sin duda la pregunta era retórica.
Evidentemente, ella podía ver que Calvin no estaba con ningún compañero. Sin
embargo, el niño respondió como si no se tratara de una pregunta retórica. La
tomó como si se tratara de una requisitoria genuina de información. ¿Creyó que
lo era? ¿Pensó Calvin por un instante que podía haber un compañero a su lado y
que él no lo había visto? Seguramente no. Pero entonces, ¿por qué volvió la
cabeza como buscándolo? ¿Porque aún no comprendía la significación de una
pregunta retórica? ¿Pudo haber estado consciente de que los demás niños (y otro
adulto) lo observaban en ese momento y entonces optó por ese modo de responder
a fin de salvar las apariencias o quizá con la esperanza de hacer reír a sus
compañeros? Si lo pensamos bien, ¿por qué formuló la señora Martin la pregunta
de ese modo? ¿Es su manera natural de hacer preguntas? ¿Basta con decir que simplemente
esa es su manera de ser, o debemos suponer que es un modo de preguntar que ella
prepara deliberadamente o que tuvo que preparar alguna vez?
Hasta el intercambio con Michael, breve
como fue, contenía su parte de misterio y sus matices morales. ¿Qué estaba haciendo
Michael junto al escritorio de su maestra? La señora Martin pensó que buscaba
algo. Pero, ¿era eso lo que hacía Michael? ¿O sólo estaba explorando ociosamente?
¿Y qué fue lo que en realidad pensó la señora Martin? ¿Sospechó que Michael
hacía algo más que mirar?
Uno de los aspectos interesantes de este
tipo de reflexión es que cuando uno comienza a hacerla parece que nunca hay un
punto final. Y no es sólo que los eventos particulares en los cuales uno se
concentra parezcan inagotablemente fascinantes y dignos de ser contemplados.
Más bien se trata de que uno comienza a preguntarse si todo lo que
ocurre en el aula --o en el mundo, si vamos al caso- no adquiriría ese nivel de
complejidad si uno le dedicara el tiempo suficiente y lo tomara con toda
seriedad. Volviendo a la analogía de los que recolectan piedras y caracolas en
la playa, quizá todos los guijarros merezcan recogerse si uno se toma el
trabajo de observarlos con la minuciosidad suficiente. Por cierto esto es lo
que declaraban los románticos de fines del siglo dieciocho. Es lo que daba a
entender Wordsworth cuando decía: «Para mí la flor más insignificante que se
abre provoca I Pensamientos que a menudo yacen demasiado hondo para las
lágrimas» (1983, pág. 555). También es lo que nos dice Blake cuando habla de
ver «un mundo en un grano de arena IY un cielo en una flor silvestre»
(1927, pág. 118).
Pero la visión romántica, por lo menos
cuando adquiere su forma más extrema, es poco lo que puede auxiliar al
observador de las aulas actuales quien, hablando en sentido figurado, no puede
ponerse a limpiar y admirar cada guijarro de la playa. Teniendo en cuenta esta
evidente limitación, la pregunta termina siendo: ¿en qué detenerse y en qué
reflexionar entre todas las imágenes y todos los sonidos que uno presencia? Al
llegar a este punto comienzo a recurrir a lo que dije antes acerca de la
importancia de las corazonadas, las sospechas, las intuiciones y las demás
sensaciones de este tipo. En resumen, la regla empírica parece ser: considera
lo que te interesa. Sigue tu olfato. Pero para actuar según este consejo es
necesario contar con una seguridad y una confianza en uno mismo que no es fácil
ni alcanzar ni de mantener. Además, ¿cómo evitar el error cuando se sigue el
olfato?
La respuesta trivial es, por supuesto, que
uno no lo evita. Sentirse desorientado de vez en cuando es una parte inevitable
del proceso y parte de la diversión, también, cuando las condiciones son las
apropiadas. No obstante, una respuesta más seria apelaría a la educación de
nuestras sensibilidades, a cómo aprendemos a aguzar nuestro aparato perceptivo
y a cómo transformamos lo que sabemos y lo que leemos en hábitos cotidianos
para observar y escuchar mejor. Obviamente, habría mucho más que decir sobre
este proceso. Dejo lo poco que sé al respecto para futuros escritos y termino
este capítulo con la siguiente fantasía:
Estoy sentado al
fondo del aula de la señora Martin en una espléndida mañana primaveral cuando
ella levanta la mirada y me ve observando distraídamente a través de la ventana
los árboles recién brotados. «¿Qué estás haciendo, Philip?», me pregunta,
«¿estás distrayéndote o trabajando?». «Hago las dos cosas, señora», respondo
con expresión seria, aunque íntimamente siento cierta mortificación al saber
que mi falta de atención era evidente. «y además hago mucho más que eso»,
agrego en voz baja. «Aprendo a distraerme y a trabajar. Créase o
no, como muchos de sus alumnos, todavía trato de descubrir cómo buscarme. Pero
progreso, señora Martin, progreso». Al llegar a este punto sonrío ampliamente.
La señora Martin me devuelve la sonrisa, sin hacer comentarios, por supuesto.
Los niños de su grupo de lectura, cinco de los cuales han estado escuchando
nuestro intercambio, esperan pacientemente recuperar la atención de ella.
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